I
En una sala de clínica, por la tarde, un día de abril, Juan José, de siete años, está conmigo en el cuarto de residentes. La sala, superado el horario de visitas y sin nuevas internaciones, permanece tranquila. Por ahora, ya que nunca se sabe cuando comenzará el baile, aunque la peor hora es siempre después de la medianoche. El niño tiene un hermano de cinco años en otra sala, y ambos están internados por orden del juez de menores. Estuvieron juntos varios meses, pero como a Juan José no le encontraban una patología orgánica evidente y se lo catalogó de sano, fue destinado sin más trámite al refugio. Éste es un sector donde residen niños crónicamente, pero sin enfermedad orgánica evidente, salvo que cargan con el sino de haber sido abandonados por sus padres. Es una especie de jardín de infantes cerrado, o guardería de 24 horas los siete días de la semana. Juan José arribó a nuestra sala hace varias semanas luego de un contacto con una presunta enfermedad infecciosa, a la que le hemos extendido el período de incubación a un limite más allá de lo razonable.
Nos conocemos desde que ingresó al Hospital. Llegaron cuando estaba yo de guardia en la sala, y personalmente les hice la historia clínica.
“Un agente de policía, llamado por los vecinos, encontró a ambos hermanos jugando en un pozo del piso de tierra de la casilla donde vivían. En ellos, la suciedad se entendía con la piodermitis generalizada , los piojos hirviendo en el cuero cabelludo convivían con los vermes intestinales y la diarrea crónica y, como abarcándolo todo, asomaba por doquier la mezquina omnipresencia de la desnutrición. Habían sido abandonados por su madre, de quien se decía estaría internada en algún Hospital de Salud Mental.”
El mutismo de los hermanos duró dos o tres meses, mientras se fueron recuperando de sus enfermedades orgánicas. Más adelante y poco a poco, tímidamente, ariscamente, comenzaron a comunicarse, a demandar, a reír y hasta jugar. Como Juan José se recuperó más rápidamente, fue derivado en primer término al refugio, apartándoselo del hermano, que quedó en la sala para completar el tratamiento de sus enfermedades. Ahora, aquí, en esta otra sala, aguardando la providencial erupción febril, volvió a romper con el mutismo. Y conversamos mientras hacemos toscos dibujos en el papel de unos recetarios. Me mira fijamente con ojos muy blancos y grandes, de pupila oscura, que surgen por sobre el nivel de la mesa, trepado en una silla de asiento bajito, mientras hacemos barquitos de papel y tomamos mate; él dulce, yo amargo.
Se terminan los papeles sueltos y apelamos a una elegante publicación del premio Nobel de química recientemente obtenido por el doctor Leloir. El papel es magnífico; parece plastificado y pensamos que estos barcos navegarán con más consistencia sobre el agua que los primeros, cuya porosidad los enviaría más temprano que tarde al fondo de la fuente del patio central, adonde acudiremos mañana o pasado mañana para probarlos, por la tarde, cuando haya menos gente circulando. Con un marcador verde les ponemos nombre de mujer a los barcos.
Pero la demora más allá de toda bibliografía confiable del golpe eruptivo frustrará esos planes, y Juan José será nuevamente remitido al refugio. Los barcos terminarán, arrugados, en la papelera, y Juan José tornará una vez más a su mutismo, que tal vez rompería si su hermano, curado finalmente, le hiciera compañía en ese encierro reparador.
II
Gustavo, un niño de dos años, arribó a nuestra sala de “infecciosas” hace más de un mes. Gordo, fornido, alegre, cariñoso, inteligente, son algunos atributos de su naturaleza. Se convirtió en la mascota de la sala desde su llegada. La madre, internada en el hospital de Tisiología por una presunta TBC pulmonar. Sin pediatría, el niño siguió viaje hasta aquí. Los hermanos, en la provincia de Santiago del Estero, al cuidado de los abuelos. Él se quedó con nosotros gracias a una bronquitis que obligaba descartar un contagio específico de su madre. Simpático, campechano, comunicativo, nos apoda “papi” a los residentes que lo atendemos. Por la mañana espera el pase de sala y nos llama desde la cama. Levantándose la camisa, señala con un dedo el sitio donde debemos ubicar el estetoscopio para auscultarlo. Habla todo el tiempo con voz algo atiplada, interrogando, señalando, y busca curioso con unos ojos negros, brillantes, de sorprendente profundidad. Ya mejoró hace rato de su bronquitis, pero en las actualizaciones de la historia clínica siempre aparecen complicaciones, como catarros y febrículas, que no terminan de cerrar el caso. Y continúa en nuestra sala, sin que por ahora nadie (se entiende ningún jefe) pregunte por su estado actual o su futuro destino. Dibuja arabescos en los folletos que traen los visitadores médicos, y con un “Miá, papi” nos muestra sus progresos con la escritura. La ropa, demasiado holgada, le impide caminar con soltura, y se ayuda con una mano para sostenerse el pantalón. Con un colega residente salimos a recorrer los negocios de Constitución, y le compramos un pequeño cinturón pero, curiosamente, lo rechazó. No acepta nada que le sujete su expansiva idiosincrasia. Aprende lo que se le pone a mano con extrema facilidad, y se comunica con quien se le acerca, esperando siempre el mejor trato de los demás.
Una tarde, en la habitación de residentes, mientras tomábamos mate con galletitas, escuchamos la sirena de una ambulancia a través de la ventana abierta. De súbito su cara mudó, se tornó serio, taciturno, y su mirada se extravió, desolada, en el vacío de la ventana. No quise acercarme a él, pues intuía el motivo de su aislamiento. “Aullido de sirenas. Una mujer viaja en una ambulancia, acostada en la camilla. Junto a ella, la enfermera lleva al hijo en brazos. Ingresan a la guardia del hospital, y el vehículo se detiene. Las puertas traseras se abren, y dos camilleros bajan a la paciente, con la historia clínica sobre la cobija que la cubre. Las puertas se cierran y nuevamente de viaje, con la sirena anunciando la presencia del vehículo que se abre camino a través de la ciudad, rumbo a otro hospital. El niño llama a su madre, llora, y luego calla. La madre se diluye en el pasado, que deja de ser inmediato. Mientras se acercan a este hospital, el niño parpadea para despegarse de las lágrimas; busca recuperar el brillo necesario para volver a preguntar, a reír, a jugar...”
Hoy recibimos la orden de pasarlo al refugio.
III
Poco tiempo después, los médicos residentes reunidos en ateneo decidimos, por unanimidad, que el refugio sería una sala más para realizar el pase de guardia vespertino. Y lo incluimos en nuestra recorrida diaria por las salas del hospital, sin lugar a dudas y a todo trance.
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