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Cuando me mudé a aquella vieja y descascarada casa que durante años estuvo abandonada, no descubrí en ella nada especial, excepto los típicos trastos inservibles que los últimos moradores dejan siempre abandonados: un sillón desvencijado, una vieja cocina totalmente oxidada, unas cortinas desteñidas, un retrato en sepia irreconocible y un montón de libros deshojados e incompletos. Aparentemente los antiguos moradores de ese viejo y decrépito caserón desaparecieron sin dejar huella.
Burlando la gravedad del tiempo uno siempre quiere saber algo de quiénes lo precedieron, cómo eran los que deambularon por esas piezas, de qué hablaron, qué oficio desempeñaron, a qué enfermedades sucumbieron, si existe aún algún secreto inconfesable impregnado en esas desgastadas paredes. La realidad y el ensueño se entrelazan.
De modo que algún tiempo después, revisando aquellos carcomidos libros (con la esperanza de hallar algún indicio que diera luces con respecto a sus formas de vida) encontré sin querer, un cuaderno, un vulgar cuaderno amarillento de cuarenta hojas, bastante manoseado. Con una cuidada caligrafía tenía escrito en su tapa: Libreta de Almacén.
Después de hojear someramente el cuaderno, pensé que allí encontraría evidencias que me aproximaran a vislumbrar la historia de la familia. Lo primero que me llamó la atención en la primera página, fue la fecha, 20 agosto de 1965. Seguramente fue el día en que se tomó la dura decisión de comenzar a pedir fiado al almacenero de la esquina. A pesar de la antigüedad, las letras y los números aún eran legibles.
Las primeras compras que estaban consignadas con fecha 20 de agosto, era la adquisición de las invariables provisiones básicas: pan, azúcar, té café, mantequilla, etc. Nada por kilo, todo por cuartito. De aquí mi incertidumbre: O eran demasiado ahorrativos o realmente estaban pasando por serios apremios económicos. Con esta deducción estuve a punto de renunciar a la idea de querer desentrañar a través de
una libreta, cómo eran y qué hacían los desconocidos habitantes de la casa.
Al examinar con más detención la lista de las compras de los diez primeros días, me llamó la atención que se privilegiaba con demasiada frecuencia la adquisición de distintos útiles de aseo (jabón, dentífrico, betún para zapatos, champú, detergentes, etc,) Eso significaba que en la casa hubo hábitos desmedidos de orden y limpieza. Seguramente correspondía a las reglas impuestas por el dueño de casa, un maniático del aseo, exageradamente celoso de su aspecto personal. En la libreta aparentemente no había ninguna señal que marcara la presencia femenina. Posiblemente ni siquiera existiese y “él” fuese simplemente un solterón. Por ninguna parte del cuaderno aparecía la compra de un perfume, una crema, un pinche, una falda. Nada. Sin embargo, el 1ºde septiembre aparece una compra reveladora: un estuche de lápices de colores. Claro... lápices para hacer dibujitos. Entonces allí hubo un niño. Y ese niño tenía una madre. Luego, existía una familia.
Al continuar revisando la lista noté la ausencia de un elemento vital para el dueño de casa: hojas de afeitar. Por ningún lado aparecía la adquisición de este imprescindible aparato, más aún tratándose de él que era muy cuidadoso con su presentación personal. De ser así, entonces no se afeitaba, se estaba dejando barba. Seguramente se levantaba muy temprano y no tenía tiempo para rasurarse o quizás era un intelectual existencialista, un artista, o bien un dirigente sindical que exhortaba a las masas a plegarse a los paros y a las huelgas. Pensé que con todos estos datos ya podía cerrar el círculo. Que aquella antigua y sucia libreta de almacén no podía agregar nada nuevo sobre aquellas vidas. Hasta que el 2 de noviembre encontré tres anotaciones que salían de la rutina: 3 cajetillas de cigarrillos Liberty, 2 botellas de cerveza CCU y media docena de pasteles. Obvio. Estaban celebrando. No podía ser de otra manera. Ellos eran muy austeros y jamás se daban esos lujos. Probablemente tendrían visitas o alguien estaría de cumpleaños. Pero, ¿Quién? Por los pasteles, podría ser el chico, pero la presencia de alcohol y tabaco me hizo desistir la idea. Examiné las compras de los días siguientes, 3, 4, 5, 6 y 7 de noviembre. Quedé desconcertado. Todos estos días se repetía la compra de cerveza y cigarrillos y una que otra provisión habitual. ¿Qué estaba ocasionando el consumo reiterado de estos vicios? Volví atrás y comprobé que ya no compraban útiles de aseo a los que eran tan adictos. Pero el 8 se sumaba un artículo que nunca antes había aparecido: Calmantes: Genioles y Mejorales. Alguien estaba enfermo. A pesar de todo, entra el 8 y el 20 de noviembre, para mi desconcierto, la libreta volvió a retomar los
artículos habituales, no mostraba nada diferente. Sin embargo, a partir del día 25 de noviembre las compras empezaron a limitarse a lo esencial, desapareciendo definitivamente el consumo de cervezas, cigarrillos y calmantes. Ahorraban o algo grave estaba ocurriendo. ¿Habrían llevado al hospital al dueño de casa? A partir del 7 de diciembre comienzan a aparecer nuevamente las compras de los artículos de aseo.
Con ansiedad miré la página siguiente, que era la última. Llevaba fecha del 22 de diciembre, y la letra temblorosa no era la habitual, sino la del almacenero:
Señora Eduvigis: Por el momento se suspende el fiado hasta que don Anselmo salga de la cárcel y cancele lo adeudado.
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