¿Cuánto daño nos hace una mala decisión? Hay veces que no alteramos la realidad, otras que la realidad nos altera y por ello tomamos una decisión y otras, las muchas, que lamentamos terriblemente la decisión que en un determinado momento hemos tomado. ¿Por qué? ¿Por qué decidimos cargar con ese peso a nuestras espaldas cuando lo lógico sería aprender de ello? ¿cuántas veces caemos, tropezamos, volvemos a incidir sobre la misma piedra? ¿Por qué no escarmentamos?
Por orgullo, en muchas ocasiones nos vemos obligados a renunciar a esa parte de nosotros mismos que nos hace racionales, sensatos, humildes. Otras veces es debido al dolor que nos causa reconocer un error, o simplemente la altanería y soberbia de no verlo siquiera; lo cierto es, que lo que nos hace fuertes, valientes, en definitiva, aquello que nos hace humanos, no es de donde venimos ni a donde nos dirigimos, sino el camino que recorremos y en el que nos encontramos a nosotros mismos.
Cuando pasan los años de adolescencia y madurez, y comienza la senectud de la vida, ya no se siente el impulso de quedar por encima de nadie, ni demostrar que tú eres el que mejor lo ha hecho, simplemente, lo haces bien a la primera. Aquello que antaño te costaba sudor y lágrimas discernir, ahora ya ni se te planteas que haya algo delante que te quite parcial o totalmente el objetivo de la decisión.
Me equivoco a menudo, más frecuentemente de lo que debiera, pero procuro aprender de cada experiencia, sea buena o mala; con frecuencia me dicen que doy demasiadas segundas oportunidades, que confío demasiado en la gente, que soy buena (y algunas veces tonta), que no aprendo… yo siempre les contesto lo mismo: “Señores, me niego a aprender”.
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