Cuando me enteré de que el Ejército hacía prácticas en el terreno lindante al nuestro, tuve el presentimiento de que algo malo ocurriría. Por eso, al escuchar las explosiones, corrí por el camino que bordeaba el pueblo y atroché por un campo lleno de zarzas y jaras. Apenas sentía los enganchones y arañazos, pues más grande era la desazón que me causaba saber que justo a esa hora, mi hijo Pedro estaba en el huerto.
Al pasar por la cerca de Tasio, lo vi al lado del burro que daba vueltas a la noria, y me paré a tomar resuello. “¿Sabe dónde han caído?”, le pregunté. Él se puso a encender un cigarro, sin atender mi urgencia. Los cajetines volcaban el agua sobre la acequia, indiferentes, como el burro y el labriego, a cualquier cosa que no fueran las lechugas despuntando entre los surcos de la tierra. Lo dejé con la primera calada y aún pude escucharlo decir “no sé“, cuando reanudaba la carrera. No quería ni pensar, que la suerte negra que me acompañaba desde hacía tiempo, hubiera llamado de nuevo a mi puerta. Ya tenía yo bastante con la pérdida de mi hermano Perico, de quien tomé el nombre para mi hijo, y de mi marido, tan cerca que aún podía verlo salir la última vez con el carburo en la mano y el casco con su bombilla; que una cosa era perder padres, marido, incluso al hermano, y otra quedarse sin hijo.
Desde lejos divisé la mata cimbreándose. Respiré aliviada y seguí avanzando hacia el arándano. Cuando estaba muy cerca, vi aquella cosa extraña, como una raíz que hubiera llevado la contraria y echado para arriba en lugar de hundirse en la tierra, que es lo suyo, y se me aflojaron las piernas. “Que no te muevas”, le pedí a mi niño. Él siguió tirando de las ramas, arrancando arándanos y echándoselos a la boca. “Mira lo que tienes ahí pegado. Que no te muevas”, repetí, y él dio unos pasos hacia aquel bulto que yo había identificado como un artefacto de esos que explotan y que, por razones que entonces no entendí y luego me explicaron, no había estallado. Entonces le tiré una piedra con la intención de alejarlo, tropezó y se tambaleó hacia delante y cuando ya lo veía caer sobre aquella cosa maldita, se echó hacia un lado y rodó hasta mis pies.
No voy a decir que estuviera bien recibirlo con un tortazo pero me salió así. Luego le di un abrazo y lo estuve mirando por todos lados como temiendo que le faltara algo.
Dijeron que aquella bomba no estalló por un fallo de la espoleta. Vinieron los del Ejército a mirarla y remirarla, pero no la tocaron. Y ahí sigue, como un hijo de puta del arándano, los dos solos en mitad del huerto. Dicen que no hay peligro, eso dicen los de uniforme, pero yo, por si acaso, he echado la llave de mi casa con mi Pedro dentro, que si ya es duro perder a los padres, al hermano y al marido, no quiero saber cómo se puede vivir después de enterrar a un hijo. |