Fue la peor tarde que he vivido.
Con Antonia siempre llevamos una relación muy fluida, sin embargo, ese día, cuando los rayos solares no hicieron más que aumentar el calor por doquier, ella llegó a nuestra habitación, donde yo descansaba, y me anunció:
- Me voy -sin siquiera preocuparle el volumen de su aviso.
- ¿Qué pasa? -hice esta pregunta cuando apenas abrí un ojo, ya que mantenía ambos cerrados, intentando ayudarlos a descansar al menos por unos minutos.
Esta semana fue agotadora: me encargué de la división “Ropa usada” en mi local céntrico, que requería absoluta dedicación, pues unos días atrás Manuel, mi asesor y encargado de este división, renunció a su labor por razones que no logré razonar; creí que mi perro –un hermoso rottweiler de 5 meses, mi compañero– había sido atacado por el pariovirus, pues se repitieron síntomas de éste, como los constantes vómitos espumosos junto a gemidos y arqueos del cuerpo; lo llevé a la clínica Bayer el día miércoles, dejando mi departamento más solo que habitualmente. Mi único apoyo –siempre lo ha sido– fue Antonia.
Antonia…
- ¿Dónde vas? -alcancé a terminar esta pregunta antes de la invasión de mi departamento por el sonido que delata a una puerta, cuando corta el aire y cierra el vacío, estrellándose contra su marco.
Me levanté, apurado, y corrí hacia la salida de mi departamento. Choqué contra la puerta; la abrí, jalándola de la manilla intensamente. Luego miré hacia las puertas de los ascensores –vivo en un 7mo piso–, que estaban cerradas; inmediatamente trasladé mi mirada hacia las escaleras, y corrí hasta detenerme cuando sentí la baranda presionando mi cintura; flecté mi cuerpo hasta quedar con mi espalda en posición horizontal.
- ¡Antonia! -mi grito huyó desde el centro del espiral que creaba la escalera hacia cada espacio vacío, al encontrar un nuevo nivel de departamentos.
Mientras el eco de mis palabras seguía revisando los niveles del edificio, miré hacia los ascensores –son dos– cuando oí una voz ronca.
- Buenas tardes, mijito -el reloj que apresaba mi pulsera ya marcaba las 16:00 hrs, y la señora del departamento 708 traía muchas bolsas. Al parecer se encargó de adquirir la comida suficiente para todo un mes; con tan sólo la mirada denotaba su agotamiento.
- Le ayudo -sin esperar respuesta, impuse mi ayuda cuando tomé cuatro bolsas de entre las cinco que ella cargaba.
Aunque aún no podía despegar de mi pensamiento la imagen de Antonia, corriendo por las calles, no fui capaz de negar este ofrecimiento a mi anciana vecina.
- Muchas gracias -y se ubicó atrás de mí, pues dominaba que sus pasos ya no impulsaban su cuerpo con igual velocidad que los míos. Al parecer, asumía que a su edad todo ha de ser distinto.
Llegamos rápidamente a la puerta de su departamento, y pensé inmediatamente dejar todo ahí y continuar mi búsqueda: Antonia; pero imaginé a la señora Clotilde arrastrando las cinco bolsas, y me quedé junto a ella.
Demoró segundos, tal vez minutos en encontrar las llaves del departamento entre una confusión de artículos, que cargaba en su cartera. Cuando las halló, demoró otro tanto en entregármelas.
- Tome, mijito. Las verdes… -el manojo que me entregó contenía seis llaves, todas cubiertas por gomas de distinto color cada una.
Las tomé, y trasladé mi mano rápidamente hacia el cerrojo de la puerta. Introduje la llave verde en él, y con ella dibujé una circunferencia en el aire al girarla –junto al manojo–. Pero no abrió la puerta; volví a girar la llave en el sentido contrario, y retomé la primera dirección del giro. No abrió la puerta; miré con cara interrogante a la señora Clotilde.
- Espere -tomó las llaves, tranquilamente, girándolas hasta su posición inicial, y las retiró.
- ¡Señora! -sólo se oía este grito en mi interior, pues estaba apurado por continuar la búsqueda de Antonia, pero insertó la llave lentamente en una cerradura superior.
Finalmente sonó el seguro de la puerta chocar contra ésta, dejando libre su movimiento. La señora Clotilde me entregó las llaves nuevamente.
- Ahora intente -con una voz que reflejaba su paciencia sin límites.
Casi me perdí cuando quise mantener la calma en ese momento; imaginé a Antonia marcando estelas en el aire, marcando líneas de dulzura con su pelo marrón, liso y con aires de pureza. Solté las llaves.
- Perdón -fui incapaz de proseguir frente a esta señora que veía a diario a la vuelta de mi trabajo, y permanecía viva hace 75 años, 45 más que yo.
Y recogí las llaves. Quise olvidarme por un momento de la imagen de Antonia y su silueta; abrí la puerta. Trasladé las bolsas con calma hacia la cocina, finalizando mi labor de ayuda.
- ¿Necesita más ayuda?
- No, muchas gracias… -noté sus intenciones de continuar el diálogo indefinidamente; me despedí.
- Disculpe; no tengo tiempo. Otro día.
- ¿Le sirvo una tasa de té? -ofreció amablemente.
- No, gracias. Adiós -y giré, dirigiendo mi vista hacia donde apuntaba la suya, y tomé el ascensor.
Cuando el ascensor llegó, y sus puertas abrieron, imaginé ver a Antonia sonriendo, diciéndome que todo fue una broma y pasaba nada de lo que cruzó mi imaginación. Pero sólo vi el reducido espacio rectangular, soportando el vacío que cargaba; subí en él, impulsado gracias a un salto. Presioné inmediatamente el botón que señalaba la detención en el primer piso, correspondiente a la salida peatonal del edificio. Pensaba: “Si hubiera comprado el auto en vez de guardar el dinero para invertir en acciones, la buscaría más fácilmente, fuera del edificio”
Pero en el 5to piso, el ascensor tuvo una detención. Cuando se abrieron sus puertas, no divisé a quien supuestamente lo llamaba; me enfadé, refunfuñando entre dientes.
Inesperadamente, y entre mi huracán de reclamos, 2 niños pequeños ingresaron súbitamente, riendo y jugando. Me dispuse a soportar su juego infantil –como debía ser– hasta llegar al primer piso, donde bajé inmediatamente del ascensor, y corrí hacia la salida del edificio. Aunque oí el saludo habitual del conserje, no desvié mi vista de las puertas de salida del edificio. Y salí; llegué a la calle.
- ¡Antonia! -ahora mi grito se perdía entre el ruido permanente de los vehículos, que atestaban el ambiente con bocinazos penetrantes, algo común a esa hora en Providencia.
Miré hacia mi derecha. No la vi. Y dirigí mi vista hacia mi izquierda. No está, no está… ¡No está! Y mis piernas se debilitaron, y cruzó instantáneamente la imagen de doña Clotilde, siguiendo mis pasos. Me dejé caer. El soporte de mi cuerpo ante mi caída fueron mis rodillas, que hicieron vivir un sonido hueco cuando se estrellaron contra el suelo. Quedé arrodillado como suplicando perdón celestial por presentarme con el corazón destrozado. Tapé mi cara con ambas manos, y lloré.
5 minutos después, me pregunté: ¿Qué hago? Nuevamente se asomó una lágrima para mojar mis párpados. Y caminé a un paso que no lograba ajustarse a la rapidez con que cruzaban imágenes e ideas en mi cabeza.
Y caminé. Y caminé.
Detuve mi tránsito cuando oí una bocina a gran volumen, junto al sonido que genera un conjunto de neumáticos arrastrándose por el pavimento.
- ¡Sal de ahí! -gritó el conductor del automóvil, a quien no atendí al menos con la mirada.
Y llegué a un lugar donde recurrentemente topaba con personas, y entré en un local que tenía sus puertas de entrada abiertas, sin siquiera fijarme en su oferta. Y vi sillas por doquier; algunas vacías, donde tomé asiento, y apoyé mi cabeza entre ambas manos abiertas, sosteniendo mi frente.
Llegó un mesero.
- Buenas tardes. ¿Qué desea que le sirva?
Levanté la mirada para sólo verlo con mis ojos.
Cuando los dejé escapar, entre mi frente y palmas, el mesero presentó una expresión de espanto, casi horrorizado.
- Tráeme jugo natural.
- ¿Qué sabor prefiere? Hay de durazno, damasco, frutilla, frambuesa, naranja y limón.
- De durazno… ¡No!, de naranja… ¡No!, de limón.
El garzón se mostró desconcertado por mi cambio de decisión abrupto.
- ¿Con hielo? -pregunta adecuada para la tarde, pues el reloj ya anunciaba las 19:00 hrs, y aunque hiciera calor durante el día, se preveía un clima frío a bañar la tarde.
- Sí. Dame dos hielos, por favor… ¡No!, tres… ¡No!, cuatro.
El mesero sostenía una bandeja con otro pedido, y al encontrarse en el debate entre reírse o mostrar su enfado, se fue.
Pasaron horas, hasta días entre mis ideas; las acompañaba una niña que jugaba sola en medio de un campo sin aire.
Luego de esta interminable vida –agonía– volvió el mesero.
No supe dónde estaba ni quién era este sujeto, quien creía que con su sonrisa eliminaría mi dolor. Yo sólo la recordaba. Lo miré con ojos extraviados. Al segundo, existió tal confusión en mi mente, que creí adecuado pararme para luego retirarme; no lo efectué.
- Disculpe -terminó de decir esto, y prolongó una pausa infinita al ver mis ojos; continuó:-. ¿Cuál fue su pedido? -noté una sonrisa forzada, más que la anterior.
- … -busqué una respuesta adecuada pero no la encontré; olvidé mi pedido.
Ahora todo fue bañado por mi confusión: no supe si debía responder algo o continuar su risa o retirarme o quizás qué, y decidí levantarme de la silla para retirarme del local de forma abrupta; hasta choqué con la gente que ingresaba en él.
- Perdón -parecía el saludo adecuado a la gente que golpeaba cuando no ubiqué la dirección de mis pasos. Aunque pedía disculpas a todo el mundo, éstas eran avisadas por un choque de hombros.
Y Mauricio –el mesero, pues ese nombre señalaba la etiqueta que colgaba de su pecho– salió tras mí.
- ¡Señor! -Mauricio ya gritaba a cada partícula del aire que creía ver flotar, con intención de ser escuchado por mí, aunque yo parecía prepararme para los próximos juegos olímpicos.
Hizo una suerte de altavoz con sus manos, y gritó:
- ¿Cuántos huevos quiere?
FELIPE PINO BUGMANN
Lunes, 01 de noviembre de 2004
SANTIAGO, CHILE |