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A esa hora como de costumbre, las casas se anclaron a la sombra de la noche, disputándose la luna llena, reflejada en el mármol de sus columnas. En ese silencio, se alcanzó a percibir el violento crujir de las hojas secas bajo el peso de unos enormes pies cansados, seguidos por la danza sincopada de una respiración presurosa y agitada.
Fue ahí cuando apareció, a la vera del camino recién adoquinado. Rapado y desdentado. Nunca antes se le había visto. Emergió indiferente entre las gentes, matizando de asombro todo el espacio urbano. Aparentemente, no tenía nada de aterrador como para atemorizar a nadie. Más bien parecía un resquebrajado sobreviviente de incontables golpes de la vida. Sin embargo, su olor y su sombra olían milagrosamente a subsuelo. Iba y venía. Pero por alguna razón, que jamás se logró entender, siempre volvía a revisar de reojo su reloj, justo cuando un gallo cantaba y otro muy distante le respondía.
Cuando se le vio por primera vez, pareció que estaba en una corta visita, por una sola vez y sin regreso. Por eso a nadie sorprendió cuando esa noche se sentó a la orilla de la calle empedrada, y dirigiéndose a los transeúntes, se le escuchó decir: “Buenas noches.....Perdonen la molestia...Soy un viejo de provincia, de paso por aquí. Desgraciadamente estoy muy enfermo y no puedo abastecerme por mí mismo. Necesito urgente de su ayuda para seguir sobreviviendo. Apelo a su compasión y clemencia.
Si alguno de ustedes fuera tan amable en proporcionarme un poco de su sangre”.
_ ¿Un poco de su sangre, señorita?
_ ¿Un poco de su sangre, señor?
_ ¿Unas escasas gotitas, señora?
_ ¿Joven, un poco de su sangre, por favor?
¿Acaso una broma de mal gusto, lúdica e inocente? O este viejo está llevando las cosas al extremo. Posee un morbo irresistible este demente calvo y estropeado. Seguramente se volvió loco desde que su familia estallara en mil pedazos.
Cuando se es niño se escucha tantas veces decir que vampiros y fantasmas se hacen siempre acompañar de unas lámparas de carburo que huelen prodigiosamente a infierno. Nada de eso había en él. Ni siquiera una leve sonrisa sardónica.
Sin embargo, a esas alturas, al fondo de la calle, una muchacha empezaba lentamente a desabrocharse la blusa, sin apartar la mirada del hombre, mientras su mano izquierda deslizaba sin escrúpulos, el tembloroso crucifijo de su cuello.
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