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El ser humano es una consecuencia, el impaciente fruto de una historia. Su imagen es, como la de Jano, bifronte. El presente consiste en una llama que arde fugaz, entre el recuerdo y la esperanza. Por eso en cada vida hay un momento peligroso en que puede el pasado valorarse mas que el futuro, el que el ya puede pesar mas que el todavía. Y se produce entonces una descompensación grave. Porque los ingredientes de que estamos formados han de aportarse en dosis muy precisas. Echar de menos siempre no es sensato. Y, sin embargo, que tentación mas grande echar de menos. La tentación de volver la cara-si es que es necesario volverla- aun sin querer, aunque nos hayamos prohibido mirar atrás para no convertirnos en estatuas de sal. Con cuanta fuerza nos atrae el olor de ayer a heno recién segado, el olor de la alegría que cruzó a nuestra vera con paso de paloma, y que levantó el vuelo, y que solo ahora, después de ida, vemos tal como fue: voraz e iluminada. (¿Tal como fue? Quien sabe. “¿Cómo eran, Dios mío, como eran los ojos de la amada?”, se pregunta el amante. Da igual: era la amada. Sus ojos eran omnipotentes, únicos. Y basta.)

“Cuan presto se va el placer,/ cómo después de acordado/ da dolor,/ cómo a nuestro parecer/ cualquier tiempo pasado/ fue mejor.” Y no es que lo sucedido fuese preferible a lo que nos sucede. Es mejor solo por haber pasado, por haberse quedado inmóvil, intangible, terso, explicable, no dañino, no agrio. El tiempo ha transcurrido con su piadosa esponja; ha borrado los filos y la sangre, las huellas de su crimen; deja la gracia y la sonrisa; nos permite desaprender aquel resabio amargo con que la vida condimenta sus guisos. De ahí que el hombre suela ampararse en su niñez, olvidando lo que toda niñez tiene de trágica aventura, de riesgo, de soledad y de desvalimiento. No da dolor el placer que se recuerda: lo que nos duele es no haberlo gozado, no haber sabido con plenitud entonces que aquel sabor entreverado era el placer. El presente perdido es lo que duele, los buenos días perdidos

Hay en Andalucía un sentido del verbo extrañar que me conmueve. No es, por supuesto, su forma reflexiva- extrañarse-, pero tampoco su acepción de desterrar, ni sorprender, ni sentir ajeno a algo o a alguien, ni notarse incómodo en un sitio o ante una situación o junto a una persona. O quizá sea todo eso junto, porque significa percibir una carencia, echar de menos algo que se ha tenido. “No conseguí dormir: he extrañado mi cama” (y no la cama), dice el andaluz. Lo que produjo el insomnio no fue la novedad de la cama de anoche, fue la falta de la de anteanoche. No es que se haya acostado uno en una cama extraña, sino que a uno le extraña la ausencia de la propia. Extrañar, añorar, echar de menos: qué tarea tan ardua y tan humana.. El Arcipreste de Hita aconseja: a “la fablilla/que diz: por lo pasado no estés mano en mejilla”. Tiene razón el Arcipreste, pero ¿qué le vamos a hacer?, se nos va el corazón a su querencia, aunque en los nidos de antaño no haya pájaros ya, o precisamente porque ya no hay pájaros. No sé si la mancha de una mora con otra verde se quita, o si un clavo saca otro clavo, pero sé que las cuestiones del corazón no siempre cumplen las leyes de la física. El hombre es una vida consciente de si misma: una parte de él pertenece a la naturaleza y cumple sus instintos: el de conservación y el de reproducción, pongo por caso. Pero otra parte de ese ser bifronte sobrevuela, rebelde e insatisfecha, y a veces no solo no se reproduce, sino que ni siquiera intenta conservarse. Romeo y Julieta se echan tanto de menos que se mueren. Ahí está el cielo azul. Ahí está el mar azul: hermosos pero mudos; infatigables, pero indiferentes. Llevan millones de años en su sitio. Nosotros somos una gota de rocío sobre una brizna de hierba, apenas un pretexto, una leve ocasión, una centella en medio de la noche, un parpadeo, nada. El hombre es un náufrago ahogándose en el mar. Y, no obstante, es más grande que el mar: el hombre sabe que se muere y el mar no sabe que lo mata.

Alguien nos advierte: “Tú has agotado ya los días de entrega.” Si así fuese, ¿qué haríamos de ahora en adelante con tanto corazón?. No es así, no es así. El hombre no se acaba. Echa de menos para descansar, para seguir andando un poco más. (“El amor otra vez, la misma, porque/ la vida y el amor transcurren juntos, / o son quizás una sola/ enfermedad mortal.”). Echar de menos es igual que sentarse ante una melancólica ventana, y ver atardecer, y escuchar voces que dejamos de oír, y saber que continuamos vivos y que en nosotros- a través de nosotros- continúa vivo cuanto estuvo vivo. Echar de menos es también una forma de entregarse. “Aguda espina dorada, / quien te volviera a sentir en el corazón clavada.”. Extrañamos aquel temblor de la cita, la angustia del teléfono que suena y del teléfono que no suena, los ojos airados, la ansiedad de la palabra inoportuna y de la caricia inoportuna, si puede serlo una caricia. Extrañamos lo malo tanto como lo bueno. O acaso es que la calificación de lo bueno y lo malo de ayer no coincide con la de ahora, y ahora rememoramos de otro modo los gestos, los sentimientos, de gozo o de tristeza. O acaso lo que echamos de menos es nosotros mismos, los que fuimos con motivo de aquello que creemos echar de menos- la mañana en el parque, el viaje a aquellas ruinas, la habitación en sombras un domingo de abril, el beso en la mejilla junto al tren-, los que fuimos y nunca mas seremos. No nos bañamos dos veces en un mismo río. El espejo en que nos mirábamos- es decir, cuanto nos rodeaba y nos hizo felices y añoramos- fuimos nosotros. Aquel espejo era un cristal: nosotros le pusimos el azogue. A su través no vemos lo que vimos: vemos lo que quisiéramos haber visto. El paso, por quieto, es mas susceptible de ser embellecido que el presente. El hoy, que nos parece adocenado y frío, lo evocaremos mañana vibrante y ardoroso: lo echaremos de menos. Y no porque el mañana se acerque más oscuro, sino porque lo que de veras le gusta al ser humano es eso: echar de menos. Echar de menos hasta lo que tuvo. ¿Qué otra cosa, si no, hace el amante cuando inventa un ayer rico y jugoso para ofrecérselo a quien ama? El sabe que el instante presente- ese en el que ofrece- es el más bello instante de su vida. Pero finge que no, para sentirse menos vacío, más digno de quien ama. El presente tiñe con su dicha el pasado. Porque, en el fondo, no existe el tiempo. ¿Quién lo mide?. El latido del corazón. Ahí está todo.

A echar de menos con tiento, como el final de un balance aprobado a los asuntos de una agenda cumplida; a echar de menos con piedad, como si se tratase de una vida no propia, pero próxima; a echar de menos con ánimo, para ratificarnos y sobrevivir, a echar de menos sin desesperación- sin demasiada esperanza también, pero sin desesperación- es a lo que llamamos serenidad. Ni un minuto de nuestra existencia se improvisa. Cada uno es el resultado de una larguisima serie, de una serie no interrumpida de minutos. Acerbos o gloriosos, qué mas da: a fin de cuentas quizá sea la intensidad, no el matiz lo que importe.

Texto agregado el 04-12-2006, y leído por 340 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
16-03-2007 muy bien elaborado me gusto mucho neison
16-03-2007 Buenoooo como aprendesssss. Sabes la posesión, el perder, la añoranza va en el ser humano. No pienses mucho sobre el tema, somo lo que somos y mientra antes lo asumas, antes aprenderás a valorar el presente. Buen argumento x_librio
04-12-2006 Bifronte de eternidades ***** duqueuviedo
04-12-2006 Se extraña mas, cuando se ha perdido igual que se valoran las cosas. Es parte de la condición humana, no ahí forma que sea sintomático es asi,parte de la naturaleza del hombre, espontanea e impredecible!!***** terref
04-12-2006 Tiene razón, si señor. Yo acabo de terminar esta tallebo de tinto y como que ya la extraño, sobre todo porque era tinto del bueno y en los bolsillos solamente me quedan pelusas. Y lo que extraño no es la botella, sino su contenido/continente. Qué dura suele ser la vida del choborra... Pocacosa
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