Unos Segundos de Sueño... y de Muerte
Cuando Carlos Adolfo entró en la habitación y encontró a su hermano menor, José Enrique, con una cuerda hecha de sábanas alrededor del cuello, su vida cambió para siempre.
—¡Hey! Déjate de tonteras, Ya te he dicho que no juegues así. ¡No seas estúpido!
Yo me quedé en la sala, pero alcancé a escuchar lo que Carlos Adolfo le decía a gritos; mismos que unos segundos más tarde, se convirtieron en aullidos desgarradores. José Enrique no estaba jugando, al menos, no en ese preciso momento… de hecho, si lo estaba antes de llegar nosotros a la habitación, esa fue la última vez que lo hizo; pero en realidad, no le resultó tan divertido.
El cuerpo inerte de José Enrique colgaba de los barrotes superiores de la cama. Carlos Adolfo ahora se pregunta si él fue el causante de la muerte de su hermano, por haberle platicado de aquél estúpido juego de juventud; o por haber permitido que lo llevara tan lejos, tal vez demasiado lejos.
Las autoridades calificaron el suceso de su hermano José Enrique como un suicidio… Carlos Adolfo sabe que no fue así. Fue tan sólo un juego “inocente” que quedó atrás, pero que en algunos de nosotros ha dejado profundas huellas.
Cuando ambos practicamos ese dichoso juego, es decir, cuando lo practicaba él, pues aunque trató de enseñarme nunca le pude encontrar el gusto, parecía novedoso. El juego como tal, no sólo era divertido, en su opinión personal; sino que además era toda una afrenta, todo un desafío. Un desafío que pocos adolescentes se pueden dar el lujo de rechazar, si se precian de ser valientes. Recuerdo aquella vez cuando estábamos en el patio trasero de la escuela, alejados de las aulas de clase. Los demás compañeros del salón habían desaparecido misteriosamente. No se escuchaban las risotadas, bromas e insultos de costumbre; algo suficientemente sospechoso como para quedarse tranquilo sin hacer nada. Los busqué hasta encontrarlos…y justamente estaban allí, formando un círculo alrededor de Carlos Adolfo, quien estaba tirado en el suelo, como dormido; ellos curiosos, expectantes.
Al despertar, los ojos de Carlos Adolfo se abrieron lentamente como si hubiese salido de un gran letargo. Después que volvió en sí completamente, rodeado de todos nosotros, y comenzó entonces a describir su sueño. La diversidad de las emociones relatadas, aunadas a los ademanes y aspavientos, hacían de su pequeña historia todo un suceso. Eran sólo unos segundos de sueño profundo, apenas unos instantes en los que las escenas más importantes de tu vida pasaban frente a ti como una larga película, todo a gran velocidad; como si el tiempo no pudiese ser medido o se rehusara a ser capturado. La precisión y la nitidez con la que describía cada detalle eran casi envidiables, seductoras. Una desatinada invitación, o más que eso, una poderosa tentación al atrevimiento de experimentarlo… o vivir para siempre en la vergüenza y el criticismo de los demás.
Carlos Adolfo fue uno de los más afortunados; yo, por qué negarlo, creo que no lo fui tanto. No porque me haya pasado algo “malo”, sino precisamente, porque no me pasó; al menos, no como lo que les había sucedido a ellos. La primera vez que intenté hacerlo, fue también la última; no logré caer en ese sueño profundo del que tanto hablaban. Sólo me sentí un poco mareado, y al tratar de avanzar para sentarme, caminé trastabillando hacia lo que miraba más cercano a mí. Con la mirada difusa, y los brazos sin control, me fui de bruces contra la escalera de cemento que servía de entrada al patio trasero de la escuela. Una cicatriz en el lado izquierdo de la frente me queda de recuerdo ahora; como mudo testigo de semejante tontera, como una burlona huella que insiste en ser inmortalizada.
Ahora, unos cuantos años más tarde y después de lo sucedido con el hermano de Carlos Adolfo, me pregunto si en realidad fue un infortunio el no caer dormido como ellos por unos segundos, unos pocos segundos de sueño, y evocar de nuevo ese recuerdo de infancia que tanto quise volver a recordar, o simplemente fue una gran bendición el no haberlo tenido.
©Raymond |