El grito, que procedía del cuarto de baño, desvió mi atención. Fue un grito ahogado y agudo que denotaba dolor; parecía un chillido de mujer. Tras el grito se hizo un silencio aún más pronunciado del que venía siendo costumbre. El único sonido que oía era el de mi corazón latiendo rápidamente. Me quedé petrificado; tenía las piernas y los brazos paralizados y los dedos agarrotados, tan tiesos que apenas podía separarlos del cuaderno que estaba sujetando.
Por un instante dudé de si lo que había oído era cierto o sólo producto de mi imaginación; no estaba seguro. Clavé la mirada en la puerta del salón, que estaba entreabierta, y me mantuve en la misma postura durante unos pocos, pero eternos, segundos. Tenía que ir a ver lo que estaba ocurriendo; si alguien había entrado en casa debía hacerle frente a toda costa.
Busqué rápidamente algo con lo que armarme y para ello, estirándome un poco, abrí el cajón de la mesilla y eché un vistazo fugaz a su interior. Estaba lleno de viejas revistas y cartas abiertas, pero entre todo aquello vi un afilado abrecartas. Lo cogí con la mano izquierda y poco a poco me fui incorporando, intentando hacer el menor ruido posible y siempre sin apartar la mirada de la puerta. Inspiré hondo y me dirigí lentamente al pasillo, haciendo zancadas largas y lo más suaves posible. Una vez llegué a la puerta comprobé que a mi derecha no había nadie así que para otear lo que había al otro lado asomé la cabeza rápidamente y la volví a esconder. No había nadie en el pasillo. Éste estaba un poco oscuro y no se veía muy bien pero la luz del cuarto de baño, que se había encendido, continuaba parpadeando e iluminando intermitentemente el pasillo. Me pareció oír, levemente, el sonido del agua de la ducha golpeando contra la bañera. Comprobé antes de seguir avanzando que no había nadie en la cocina. No sabía qué pensar: era imposible que alguien hubiera entrado en la casa sin que yo lo hubiese visto u oído.
Alcé el abrecartas a modo de cuchillo con la mano izquierda y con la derecha empujé fuertemente la puerta hacia dentro. Como el gas de una botella que se abre nada más ser agitada, el vaho que había en el cuarto de baño salió rápidamente y se extendió por todo el pasillo. Con la puerta abierta pude comprobar que el difuso sonido que había oído antes se trataba, efectivamente, de la ducha. Asomé rápidamente la cabeza para comprobar si había alguien; parecía que estaba vacío.
Enfrente mía se encontraba la bañera, cubierta por una mampara de plástico translucido que evitaba que saliera el agua. A mi izquierda, el lavabo estaba lleno de pinturas de maquillaje rotas y esparcidas por toda su superficie; el agua había diluido algunas y se encontraban desechas. Tras la mampara podía ver como una silueta negra, muy alta, se movía suavemente de un lado para otro. El golpe del agua sobre la superficie de la bañera se hacía ahora ensordecedor y mi corazón se agitaba y latía con mayor fuerza según iba acercándome. Con el abrecartas por arma, corrí rápidamente la mampara. Los bordes de la bañera estaban llenos de sangre, saturada por el agua de la ducha; la pared también estaba salpicada de ella.
Del techo colgaba un vestido negro de mujer, muy parecido a los que había encontrado antes colgados en el armario de mi habitación, ligeramente rasgado y empapado. “¿Cómo habrá llegado hasta ahí?, esta mañana no había nada”, me dije a mí mismo. Desconcertado, miré hacia el suelo y comprobé que un reguero de sangre conducía de la bañera hasta la puerta del baño; por la forma de la marca, ancha y uniforme, parecía como si algo pesado hubiese sido arrastrado hasta fuera.
Con precaución, decidí seguir aquel rastro, tarea que se complicaba por el continuo parpadeo del fluorescente. Ya en el pasillo comprobé que el reguero de sangre levaba directamente al trastero, pues la marca terminaba bajo la puerta situada al final del pasillo. Fuera lo que fuera lo que había hecho eso, estaba ahí dentro y no podría salir de ahí. Avancé hasta mi habitación después de comprobar que no había nadie dentro y cogí de un cajón de mi escritorio una pequeña linterna. La bombilla que había en el pasillo estaba muy sucia y la luz que emitía era muy tenue y poseía un aspecto amarillento.
Una vez frente a la puerta del trastero acerqué el oído por si se oía movimiento en el interior de la habitación; el silencio era absoluto. Dirigí mi mano hasta el pomo de la puerta, me armé de valor y poco a poco fui girándolo en dirección a las agujas del reloj. Lo giré hasta que dio una vuelta completa pero aún así la puerta permaneció inmóvil. Me separé un poco de la puerta y la propiné dos fuerte patadas pero fui inútil. Con la linterna , comencé a recorrer la puerta de arriba abajo y dirigí el haz de luz hacia la parte central superior; en ella había un mensaje grabado que decía así: “Sólo aquellos que entienden el verdadero significado del arte son dignos de contemplarlo”. El mensaje parecía estar grabado con un objeto punzante pues daba la impresión de que alguien había estado rasgando la puerta, como cuando se hace un garabato encima de una mesa del colegio o en un árbol del parque.
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