Me gustaba el sonido que salía de las cañerías de casa de Matilde, era un sonido casi tibio, de esos que te sobresaltan y luego te siguen en las alucinaciones. Matilde era fea, una chica fea de verdad. Pero me agradaba que me sentara en sus piernas mientras me acariciaba el pelo y me preguntaba si quería café o té. Luego ella intentaba besarme y yo apretaba los labios y cerraba los ojos hasta que me dolían. Matilde no se ofendía y me decía que algún día caería. Luego yo me reía y ella ponía la tele.

Por esa época yo me maquillaba con sombra negra, tenía el punk metido en la nariz y Matilde me llamaba Nenita y yo la llamaba Matilde.

Yo pedía café y cuando no miraba, sacaba la petaca del bolsillo y echaba un chorrito de cognac. Luego me daba la mochila negra y me decía que tenía trabajo. Esa era la hora de partir. Con la mochila repleta hasta los topes de paquetes envueltos de cinta aislante que ella misma había colocado en cada compartimiento. Mi trabajo consistía en entregarlos sin hacer preguntas y a cambio ella me daba más café y volvía a acariciarme el pelo.

Un día deje que me besara porque pensé que aquello me haría escribir la mejor canción y ella me metió una lengua pastosa con olor a té verde y cáscaras de plátano. Después subió mi falda roja y penetro debajo de mis braguitas negras con un dedo frío y confortable.

Cerré los ojos hasta que me dolieron y me entregue a esa delicia de movimientos lentos. Un dedo largo penetro en mí y fue entonces cuando tuve la canción. La titulé “las cañerías de Matilde”. Mis gemidos hicieron la melodía y su respiración marcó el ritmo.

Matilde escuchó la canción y luego estrelló mi cabeza contra la pared.
Aquello sí que hizo que escribiera una buena canción.