Siempre los olores son más bruscos a la hora del almuerzo. Las tripas chillan y devoran con más intensidad a esta hora del día. Anastasia lo sabe, por eso agradeció el tener suerte esta vez.
Al fondo del bote de la basura, encontró un pedazo de carne podrida. Esto era mejor que aguantar hambre, sobretodo por las criaturas que vendrían a este mundo de un momento a otro.
Rasgó el plástico que protegía el, ahora, sagrado sustento, y, de inmediato, un desagradable olor salió al encuentro de su nariz. Hubiera deseado que el aire tuviera una textura diferente, un sabor a barbacoa, como era antes de que viviera en las calles. Daría la vida por ello, pensó, mientras volvía a la realidad.
Se apresuró a engullir el trozo de carne, antes que el dolor que el hambre y los golpes de sus vástagos, le reventaran el estómago y la hicieran desmayar.
Mientras tanto, al otro lado de la calle, un hombre de traje gris y zapatos negros, bajaba de su lujoso automóvil. Ella lo vio con recelo y solo atinó a suspirar por los tiempos pasados en que ella disfrutaba de esos y otros lujos, pero acabo por conformarse con las sobras que tenía enfrente. Sin embargo, en medio de su penosa ingestión, las imágenes de plétora y opulencia de otros tiempos, se resistían a morir.
El hombre del traje cruzó la calle y llegó hasta ella. Depositó, con rapidez y disimulo, en el suelo, un par de mendrugos, mientras lanzaba una de sus tantas sonrisas de empresario exitoso y hombre de piedad. Ella correspondió, sumisa, ante la limosna dada y bajó la cabeza, para no mostrar su vergüenza.
El individuo desapareció de inmediato, tan furtivo como había llegado, y pronto volvió a su rutina habitual. Celebraba, para sus adentros, el proceder de su humilde conciencia, con aquella que, cinco minutos más tarde, se desvanecería de su memoria y, tras ella, su descalabrada figura. Al menos ya no me sentiré culpable, dijo el hombre, quien minutos antes había asesinado a su esposa y hoy iba en busca de su amante.
Pero volvamos a “Natasha”, que así le decían cuando hubo personas a su alrededor que juraban amarla, y a quién ahora le preocupa algo más importante que las cursilerías. El pedazo de carne que había estado devorando, se le atoró en la garganta, por la urgencia que le provocaban las entrañas, y se ahogaba con premura.
Desesperada por la falta de aire en su cuerpo, recorrió con la vista los alrededores, en busca de algo que aliviara su asfixia. A pocos metros de donde estaba, encontró un pequeño depósito de agua mal oliente, lleno de larvas y otros bichos. Se lanzó hacia ella, sin miramientos. Y, haciendo de tripas corazón, bebió del manantial que tenía enfrente.
Al principio, el sabor a orín la incomodó, pero, al darse cuenta del alivio que le daba el agua, decidió hacerse la desentendida y prestar menos atención a sus remedos de arcadas.
Jadeante, pero satisfecha, se dejó caer sobre el piso resbaloso y cerró los ojos, como quién espera que, al abrirlos, despertará de una pesadilla. Sin embargo, se sabe que en ese tipo de sueños, la voluntad está fuera de nosotros. Uno no puede hablar, ni mucho menos, gritar o correr. Sobretodo, uno no puede desaparecer y volver a la tranquilidad de la nada. Tal vez la muerte, concluyó…
Mientras se inundaba de estas reflexiones, su corazón empezó a latir iracundo y ella se sintió más sola que nunca. Abrió los ojos con brusquedad y sintió que caía en un hoyo sin fin, con la incertidumbre de la hora en que sus huesos impactarán sobre el suelo. Y, rompió el silencio del cuerpo con un fuerte estremecimiento, que la lanzó contra la pared.
“Natasha”, aún anonadada por su reacción, se perdió, otra vez, en sus recuerdos buscando una respuesta a la que aferrarse, pero esta nunca llegó. Fue entonces cuando una leve brisa le acarició la nariz, fría y carcomida por las infecciones, que le había regalado el piso sobre el que dormía.
Un leve dolor de cabeza, rondaba sobre su coronilla. Respiró hondo y fuerte para espantar los malos espíritus que recién la habían habitado, pero en lugar de ello, recibió una punzada en el vientre, que le enrojeció las pupilas.
El silencio dominó de nuevo sus pensamientos y lloró. Nosotros nunca sabremos si hacia adentro o hacia fuera, lo cierto es que no lo hacía por el dolor que sentía sino por la miseria en la que vivía, misma que sería el hogar de su prole, una vez los pariera.
Los golpecitos en su vientre, volvían a sentirse, ahora con mayor intensidad. Reclamaban más alimento que el que la madre les dio. Y, por un momento, la pobre Anastasia llegó a tener la impresión de que le estaban devorando las entrañas.
Se imaginó los dientes de sus pequeños, que les habían salido sabe Dios de dónde, incrustados en la placenta, cortando la carne como con el filo de varias navajas.
La sola idea de que ello fuera una posibilidad, le arrancó un diabólico alarido. Como consecuencia del susto, la cabeza le empezó a doler, desde atrás de las cuencas oculares hasta la parte media alta del cerebro. Volvió a sentirse sofocada. Sin aliento.
Esta lucha por no caer en la inconsciencia, la separó del mundo en un momento dado. De pronto, todo a su alrededor perdió su naturalidad y los movimientos que le daban vida a las cosas, cesaron. Parecían adornos innecesarios, inútiles escafandras puestas sobre el cuerpo.
Las personas, que antaño se veían tan fogosas, ahora carecían de sentido para Anastasia. Le parecían tan huecas y banales, que se alegraba de ya no pertenecer a ese mundo de mierda. Las cosas y las personas eran diferentes ahora, sin embargo su esencia era la misma.
Cualquiera que la hubiera visto, en ese instante, daría fe del resplandor que manaba de ella. “Natasha” había entendido algo, que nos fue negado al resto de los mortales: sabía de la libertad.
Se alzó de donde estaba, y avanzó con paso firme. Nunca se sintió tan bien antes. Era como si acabara de nacer y se sentía feliz por ello. Ya no había dolor. Tampoco penas ni remordimientos.
Esa cruz desapareció en el momento en que se levantó del suelo.
Llegó hasta el final del callejón y se detuvo sobre el filo de la acera. Tomó aire y llenó sus pulmones de él. Pudo ver cómo las moléculas de oxígeno e hidrógeno se confundían con sus glóbulos rojos y blancos. Incluso tuvo tiempo de sentir el fluido sanguíneo que se vertía por todo su cuerpo, al purificarse con el aire que ella misma había mandado a su sistema nervioso.
Cuando se sintió lista, tensó los músculos y empezó a correr como si la muerte fuera tras de un moribundo que se niega a partir y que sabe que, si llega al otro lado de la calle, conservará su vida. Se concibió a sí misma como cometa que emprende vuelo. Es más, llegó a sentir el aire retador, que la separaba de la gravedad terrestre, en su nariz.
Pero, un sonido la sacó de su ensueño y la obligó a voltear hacia donde se había gestado el inoportuno ruido.
Entorpecida, aún, por el aliento de Morfeo, alcanzó a vislumbrar dos luces intermitentes que la cegaron enseguida y provocaron que perdiera el equilibrio. Apenas tuvo tiempo para adivinar la textura metálica de aquel monstruo que se abalanzó sobre ella, robándole el aire que guardaba en su cuerpo.
Segundos después, Anastasia caía al suelo, a un par de metros del armatoste, pudiendo ver cómo los neumáticos del automotor pasaban, luego, encima de su vientre y desparramaban, sobre el asfalto, un tapiz de excrementos, vísceras y cuerpos a medio formar.
¡Cabrón! ¡La mataste!, alcanzó a gritar, histérica, la mujer que iba dentro del auto asesino, que se alejaba indiferente. Ella tuvo la culpa, se defendió el conductor. Viste que traté de esquivarla antes de atropellarla… ¡Ah!, vamos, mujer. No vas a hacer un escándalo por una insignificancia. Un perro más un perro menos, ¿qué más da?
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