Esa noche se arropó con su soledad, apoyó su cabeza en la tristeza e intentó rezar una oración. Alzó su voz al cielo buscando respuestas y no excusas; maldijo su razón de ser y la tierra que pisaba. En medio de un grito que nacía de su alma, cerró sus ojos y una lágrima se deslizó por su mejilla, a la cual le siguieron otras dos.
Recordó, a manera de escenas, una madre y todo su cariño; días de acompañarla a lavar la ropa y hacer las tareas. Una escuela en la loma, bañarse todos los domingos, el tío Luis, doña Maruja y el viejo tendero. Reconstruyó su primer beso, su primera pelea, la vez que probó “el vicio”, las lluvias que lo inundaban todo, los partidos de fútbol, aquel hombre que vivía con su madre y que golpeaba a todos en casa cada viernes de quincena.
A su memoria llegaron los instantes en que se largó del hogar y se fue con su “parche”; las lágrimas de su madre desde la puerta, sus nueve hermanitos diciéndole adiós. Describió las calles que caminó, sus aventuras y su gente; contó cómo conoció a Lucía, de quien se enamoró perdidamente; las noches de fiesta, sus primeros robos, la única que vez que disparó; aquel día en prisión. Detalló perfectamente, a manera de un retrato, el rechazo de la gente para los de su clase, el miedo que producía su presencia y el asco que le daba a uno que otro “gran señor”. Recordó los días de hambre, el vagar por la ciudad sin saber donde poder quedarse, el frío de la noche, cuando mataron a su amada, las burlas de sus amigos cuando él decía ser un ángel enviado por Dios. Esa noche lo dijo todo, su historia, su cuento, su vida; mas nadie estaba ahí para compartir su relato, escuchar su confesión, para cantar con él una última canción. La herida que llevaba en su vientre no se comparaba con la que sentía en el corazón.
Un dolor que provino de su alma, como si ésta se rasgase de su cuerpo de una sola vez, permitió que en ese instante desfilaran por su mente, como imágenes borrosas a blanco y negro, aquellos momentos en el cielo, cuando ignoraba que la vida era algo más que dulces sentimientos; cuando no entendía que en alguna parte podían mezclarse la tristeza y la alegría, que las sonrisas existían gracias a las lágrimas, que la propia vida perdía todo significado sin la presencia de la muerte, que el odio podía ser una fuerza tan grande como el amor; cuando vivía creyendo que no había nada más allá que el paraíso.
Recordó entonces, que alguna vez fue capaz de reconocer el olor de la lluvia, la textura del viento, la alegría de una flor, el cantar de los peces, la emoción del rocío ante la llegada del sol. Evocó los juegos por el bosque, el río, los amigos, los duendes y los elfos. Supo entonces que él era un ángel enviado del cielo para aprender y enseñar; para transmitir amor y cultivar lo que significa llorar.
Buscó a tientas un papel y un lápiz; buscó a tientas algo que le permitiera plasmar todos los gritos que guardó en su alma, llorar con tinta todas esas lágrimas que nunca derramó. Un papel y un lápiz que permitieran dejar grabada su historia; mas sólo encontró un pedazo de madera y un carbón. Intentó resumir toda su vida en unas cuantas líneas. Quería contarle al mundo que existe algo más, que siempre hay esperanza, que todavía se puede soñar. Esa noche, las estrellas lo arroparon, la luna lo besó y él por fin pudo descansar.
Al día siguiente nadie dijo nada sobre su muerte; no interesa un niño muerto bajo un puente; los noticieros hablaban de otra guerra, no la que se vive diariamente en la ciudad, no la que sufren los desplazados, los indigentes, los pobres, o los ángeles; interesa, únicamente, que hoy hay una reunión a la cual va a asistir lo más selecto de la sociedad.
Sólo un amigo que lo fue a buscar, lo encontró desnudo pero sonriendo, abrazando una pedazo de madera, sobre el cual había dibujado, con carbón, un corazón. Tomó sus pertenencias, rezó una oración y gritó a los cielos: “Dios no debería mandar a sus ángeles, si van a ser tratados como gamines”. |