El cuervo negro se mecía por el pardo bosque, sus ojos estaban bañados en sangre y sus aleteos eran inconformes, desiguales, aturdidos…
Era un otoño caluroso, las hojas caídas en el suelo ardían al ocaso. Los animales del bosque habían cambiado, muchos morían de confusión y otros desaparecían en las aguas.
Los árboles decidieron marcharse, esperando regresar con el frío, dejaron sus raíces tiradas, ocultas entre la hojarasca. El único que no abandono fue el viejo roble, un trozo de madrera ya roído por las enfermedades.
En aquel roble, una preciosa hembra de color ceniza alimentaba los deseos de su amante nocturno, aquel que le hacia sudar de felicidad.
Picaba la cara del joven sin saber lo que en su hogar de desperdicios había ocurrido.
Su verdadero compañero era ahora un perfecto asesino.
Tras haber encontrado a su niña desplumada, decidió romper la felicidad de esta. Acompañado del aire de fuego corrió hasta el nido, allí tres preciosas criaturas esperaban su llegada. Piaron con fuerza pero el abandono del lugar jugó en su contra, su padre comenzó con la mas pequeña, le partió los finos huesos, las alas y le desgarro hasta esconderla en sus entrañas, al acabar con ella continuo con las que quedaban.
Alzo el vuelo, entre lágrimas pensaba en lo que acababa de hacer, era consciente de ello.
Acabado su último acto voló en busca de ella, quería escupirle la sangre de sus hijos, pero no la encontró, decidió parar, estaba exhausto, frío…
Consiguió introducirse en el sueño durante unos instantes pero algo le despertó, unos gritos desoladores se escucharon, el esbozo una sonrisa y fue en su busca. La encontró destrozada en el nido. Se acerco y le beso la frente, después dijo:
-Fui yo quien lo hizo, no te preocupes han sufrido, ¿quién no ha sido infeliz esta noche?
Los dos quedaron dormidos, unidos, queriéndose más que nunca.
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