El consejo de guerra formado por el capitán, el sargento y el manco sentados en la roca más solemne que encontraron fue implacable con Gregorio Monegro. Sólo faltaba elegir el encargado de degollarle al amanecer. En la guerra vale todo –dijo Gregorio, mientras miraba fijamente al capitán que se había quedado con la pajita más corta en la mano.
Sentados al fuego todos supieron que sería el condenado el que esa noche se bebería la media botella de orujo que guardaban con oro en paño. Entonces escucharon los caballos. Apagaron la hoguera y tiraron sierra arriba. Cada vez estaban más cerca. Gregorio con las manos atadas les hacía ir más lentos.
- No irás a hacer ninguna tontería.
- Yo todavía sé cual es mi bando y lo que hago aquí, capitán.
Después de una noche de persecución quedaron cercados en un alto protegidos por unas enormes rocas, pero cuando amaneciera morirían todos sin remedio.
Gregorio les pidió que le dejaran bajar a luchar. Los tres se miraron con espanto. Se juraron hace sólo unas horas que nunca más volverían a ver combatir a aquel monstruo. Pero el amanecer tenía prisa y el miedo dio el visto bueno al soldado que se escabulló como una sombra ladera abajo. Los milicianos se taparon los oídos, aún así los gritos desgarrados de dolor les llegaban nítidos. El horror duró dos horas.
Después la voz calmada de Gregorio que les decía “Ya podéis bajar, todo está tranquilo”
Llegaron a la altura de Gregorio que tenía el cansancio aburrido de un vendedor de seguros que vuelve a casa después de estar todo el día aporreando puertas, sólo que con sangre, con mucha sangre.
-¿Y a los caballos por qué? ¿qué te habían hecho los caballos?- le gritaba llorando el capitán.
Gregorio miró al capitán negando lentamente con la cabeza. Luego se encendió un pitillo.