Les di esquinazo a la primera de cambio. Bajé los doce pisos del hotel por la escalera de incendios e hice dedo hasta la playa.
No tenía reloj, pero supuse no serían más de las nueve de la noche, el paseo marítimo estaba hirviendo de gente y algunas tiendas aún estaban abiertas. Decidí matar el tiempo en un bar de Giris donde sonaba Bob Marley y las birras no eran tan caras.
Estaba en otra isla, pero una isla al fin y al cabo, la visión del mar, para otros grandiosa, me insinuaba el a-isla-miento invertebrado que me sometía a los espacios invisibles. De pronto una bandada de clientes entraron armando jaleo. Extranjeros en busca de la fiesta prometida. Ninguno hablaba castellano y el camarero resoplo detrás de su trinchera.
Dos birras después, presencié el cambio de turnos, el camarero que resoplaba con cada cliente que entraba al local, dejaba su delantal y una chica con el pelo rapado como mucho al dos, tomó su puesto detrás de la barra. Pensé que aquellas pintas eran más apropiadas para un viernes noche, a la clientela hay que engancharla como sea.
Decidí cambiar el sabor, y pedí un Martini con dos aceitunas. Si continuaba a ese ritmo pronto acabaría sin blanca y con un pedo de cagarse, pero resistí, al fin y al cabo yo también pretendía la juerga definitiva.
La camarera resultó llamarse Cristina y me dio buena conversación, recomendando lugares increíbles y playas nudistas. Pero la marea subió y los clientes incrementaron su número y con ello, las peticiones de atención. Me miró con cara de tengo que ganarme las perras y se fue.
Salí del bar intentando mantener el tipo y recorrí el paseo con olor a sal, había grupillos de gente y de cada bar salía una melodía diferente. Volví al hotel, esta vez subí por el ascensor e intenté dormir, pero no funciono. Saqué dos chocolatinas de la máquina expendedora de la recepción y volví a salir rumbo…