Buscó incansable,
su único deseo,
era ese,
y abandonarlo,
significaría abandonarse a si mismo,
y llegar al exasperante momento,
de la muerte espiritual,
y en consecuencia,
física.
Intentó trivializar el sentido de su búsqueda, colocarlo en algún orden aparentemente azaroso que partía, de sus mismas entrañas, de su silencio. Comenzó asociándolo a su fecha de nacimiento, a su lugar de origen, a su hermano gemelo, a su grupo sanguíneo, a la astenia que sufría cuando llegaba abril..pero desistía, sabía que, de algún modo, se engañaba de forma innegable. Aquella palpitación no era ningún chisme, ninguna melodía de principiante, ningún sacarle infamias al aire y las tácitas oscuridades de plenilunio; aquello pertenecía a la zona periférica del alma, a la mística y nunca a la ascética, a los intermediarios de los impulsos cardiovasculares, que se chocan con nosotros a través del cine, de ese Orson Welles y ese Joseph Cotten , de ese ciudadano Kane en su pública soledad , de esa Ingrid Bergman, ¡encadenada¡, y los preludios escénicos que estallan en ardientes bandas sonoras o silencios rebosantes de la más tangible de las sugerencias.
Rompió por la línea discontinua, en la que se indicaba en letra liliputiense, “Abrir”, e inclinó el paquetito de azúcar sobre ( en parte) su café, mientras observaba el cuadro de Bill Evans sobre la máquina de tabaco.
Decidió comprar tabaco.
La máquina debía llevar allí toda la vida, se vio con un billete en la mano, pero aquel dispensador de cánceres y cardiopatías no tenía ranura para esa transacción, así que se giró billete en mano en busca del camarero.
La gente abarrotaba los diez metros y cuarto de local, atestados de humo, con su solera de reloj antiguo, barra de madera arañada y paredes amarillas. El grueso humano sonreía por motivos desconocidos, y probablemente..también desconcertantes (en caso de estar en poder del conocimiento de dichos motivos, naturalmente). Y allí, con el billete en la mano, tras largos años de soledad nocturna, de interminables libros de sudamericanos agolpados entre el polvo, acumulados por la desgana en penosos, largos, incesantes años y tentativas de suicidios, descubrió, que el mundo, sin motivo aparente, girando durante décadas para todos, nunca para él, torciéndose en sus sueños y sus realidades, desapareciendo entre sus manos frías; que el mundo aquella noche se estaba desnudando, y él, lo estaba viendo.
Entre toda la ignorancia acomodada en sublimes acústicos y miradas perdidas en horizontes, el sintió que se quebraba en suspiros y músicas que le inspiraron aquella inefable sensación, que hacía un agujero en el suelo en aquel momento y le transportaba al principio de la historia, de su historia, para recordarle del inicio al final de su indeseable fragmento vital, la mágica experiencia que se condensaba en aquella porción de tiempo, que transcurría torpe y embobado en el viejo casio de su muñeca, si lo comparaba con toda la miseria en que, desde aquel instante, no vivió, sino creyó vivir.
- ¿Le ocurre algo?
Tenía el pelo negro y enredado.
- ..Disculpe...
Una fusión perfecta entre pupila e iris. Ambos, negros. Los cuatro, cada pupila de cada ojo con cada iris del mismo, negros por consiguiente, un cuarteto de jazz de la época de posguerra norteamericana.
- ¡¡OIGA!!
La voz mas dulce rompía sus tímpanos.
-..eh..¿qué?
Respondió, descubriendo que era más neandertal y torpe para comunicarse que otras veces.
Y ella no paraba de reírse provocadora, con caída de ojos incluida.
-Se ha quedado embobado sin darse cuenta.
-Entiendo..
-Necesita cambio...
Dijo ella.
Y a pesar de sus deseos de decirle que era la mujer de su vida, cambió su manido billete por monedas arañadas, y no volvieron a verse.
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