He vuelto, pero no he regresado
porque el adiós es largo
y la estadía corta
Su mirada se distrajo con el frondoso paisaje, nada parecía haber cambiado en aquel lugar.
-Señor, ya llegamos, tiene que bajar.
No respondió, solamente cogió su pequeña maleta y se dirigió a la puerta, salió del ómnibus destartalado y respiró profundamente; el aire helado lo golpeó por dentro advirtiéndole de su hostilidad.
Caminó por el parquecito y las imágenes lo asaltaron de inmediato. El cuerpo de don Julián, de doña Epifania, del director Orlando cortados, destazados a machetazos, con las entrañas salientes. Sacudió la cabeza como queriendo deshacerse de aquellos pensamientos. Ojalá fuera tan sencillo.
Sintió un vahído y le temblaron las piernas. Dio algunos pasos algo atolondrados, se cogió a una pared y siguió avanzando, luego sin pensarlo entró a una tienda.
En qué lo sirvo señor- le dijo una voz con la cadencia propia del pueblo que reconoció al instante.
Volteó para mirar a quien le hablaba, se quedó mudo algunos segundos, y como antes lo había distraído el paisaje, ahora se prendó de la imagen de la dulce muchachita que tenía al frente; sus largas trenzas negras, sus ojitos juguetones y su limpia sonrisa.
¿No quiere comprar nada señor?- preguntó preocupada y algo asustada la muchacha.
- Una Coca-Cola y unos panes, por favor
- No tenemos Coca-Cola
- Esa, esa gaseosa estará bien.
Agarró la gaseosa y los panes, se sentó en la silla de paja, la cual crujió con su peso, y siguió observando disimuladamente a la muchacha. Dio un nuevo vistazo al parquecito; y como si todo hubiera ocurrido ayer le pareció sentir la mano de su madre apretándole fuertemente la suya.
- Mamita, mamacita, no nos podemos ir sin mi camioncito.
- Lo siento Manuelito no tenemos tiempo, vienen más hombres malos.
Y así sucedió, efectivamente, vinieron más hombres; después se enteraron él y su madre, treinta y cinco personas muertas, ametralladas, que locura. Salieron solamente con lo que tenían puesto, ni más ropa siquiera sacaron, todo, completamente todo lo dejaron en el cuartito de adobe donde vivían.
¿Señor ha venido a visitar a alguien? ¿Es familiar de alguien del pueblo?- preguntó curiosa e interesada la chica al verlo preocupado.
No. Soy funcionario del municipio, vengo de visitar al teniente alcalde- mintió, aunque si era funcionario público no vino a ver a nadie.
Era Fiscal, Manuel Yupanqui Ordóñez, Fiscal Provincial, representante del Ministerio Público, gracias al trabajo y esfuerzo de su digna madre. Justamente el trabajo de profesora de su madre es lo que la arrastró a ese infierno, a ese fin de mundo, a ese pueblo maldito, y a él con ella.
Alguien se acordará de ella, de la valiente Isabel Ordóñez Humán Viuda de Yupanqui, de sus enfrentamientos verbales con esos fanáticos sanguinarios, dizque revolucionarios, alguien aparte de él la tendrá en su memoria. Y los maltratos y prepotencias de los militares, nadie fue más valiente que ella para enfrentar a esos energúmenos.
De pronto se sorprendió con el puño cerrado, tal vez, había dado un golpe en la mesa y no se percató, al menos eso insinuaban los ojos espantados de la muchacha.
Sintió rabia, una cólera profunda, de aquellas que hacen brotar las lágrimas.
Salió casi corriendo de la tienda con la maleta en las manos, dejó un par de monedas en el mostrador y se fue sin despedirse. Se sentó pasmado en una banca del parquecito a esperar el ómnibus de vuelta. Mientras en su memoria se mezclaban los cánticos, las arengas, la pintura roja, el fuego, los machetazos y, luego, las metralletas, las botas militares, las fosas, los muertos; sólo los muertos, finalmente, como una gran e inevitable realidad.
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