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LA SIESTA


La inevitable siesta en el sillón orejero la desconectaba de la red, de la red que le había tendido la casa con su suegra, su marido, su hijo y lo que la propia casa demandaba.

Desconectada, como electrodoméstico fuera de servicio.

Cada quien, después de comer, buscaba su rincón oscuro donde abandonarse al sueño.

Cuando tendía sus piernas sobre un mullido taburete, sentada en el sillón y su cabeza rozaba una de sus orejas, un hilo invisible de sopor le atravesaba desde la coronilla, por la espalda, hasta la punta de sus pies. Rozaba el éxtasis. Por unos instantes no deseaba dormir sino saborear el dulce momento de la entrada en el mudo mundo del sueño.

Le dio tiempo de escuchar un aleteo que traspasaba el dintel del balcón y se internaba en el saloncito. No pudo abrir los ojos, le pesaban como plomo, pero se apercibió de que el pájaro se había posado en algún lugar.

De nuevo el batir de alas, cuando pudo abrir los ojos volaba hacia la calle, le dio tiempo de ver el color de su plumaje: las alas azules muy claras, el cuerpo verde amarillento y las plumas de la cola, de un rojo vivo anaranjado.

Cerró los ojos y pudo ver las marcas que habían dejado sobre el mueble trinchante las patitas de tan singular pájaro. Marcas de sangre fresca.

Se sobresaltó. Buscó fuera del balcón una señal del ave y, con gran sorpresa, la vio mirándola desde la baranda del balcón de la vecina. De improviso voló hacia ella rasante y rozó con una de sus alas sus cabellos.

Fue un impulso lo que la empujó a seguirla, a través de las copas de los plátanos indios de la plaza. Tan natural era su vuelo que no se apercibió de su nuevo aspecto, sólo seguía con mucha atención la estela de aire que dejaba su guía.

Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo por recordar el motivo de seguir a tan raudo volador.

--(¡Ah! Sí, las manchas de sangre de sus patitas.)

Volaron día y noche. Atravesaron desiertos y valles, montañas inmensas, mares y cordilleras, cuando, abruptamente, vieron bajo sus alas el más hondo y oscuro acantilado.

El que conducía la travesía se colocó, ala con ala, a su lado, descendieron varios cientos de metros en la oscuridad y penetraron en el ojo de una inmensa cueva desde cuyo interior refulgían destellos de luz, que daban mayor aspecto fantasmagórico a sus estalagmitas y estalactitas.

Un sordo rumor de voces y gritos aumentaba por momentos durante el vuelo hasta que llegaron a una laguna iluminada en azules y granates de todos los tonos posibles, junto a ella un pueblo antiguo. Las imágenes eran dantescas. Una guerra a las maneras del siglo primero o segundo de nuestra era: Sangre, miembros, jinetes blandiendo sables, caballos desbocados, heridos, madres decapitadas con sus hijos de pecho escapando a gatas de entre las patas de alazanes espantados, casas incendiadas... Horror y muerte.

Volaron por otro pasadizo huyendo de la desolación y se sintieron invadidos por una suave luz dorada que les jalaba hacia su núcleo. Cegados por sus rayos no se apercibieron del paisaje que sobrevolaban hasta que sintieron un inconfundible perfume a trigo trillado y aventado.

Miraron hacia el pequeño pueblo y descendieron casi en picado sobre uno de sus tejados.

Varios niños entre los dos y cinco años, llenos de mugre, jugaban con las gallinas y los cerdos en un corral que apestaba, entre balsas fangosas y maloliente estiércol. Dos mujeres gritaban desde dentro de la casa lanzándose imprecaciones la una a la otra, con sonido de cacharros de barro rotos contra las paredes.

Salieron volando de aquel lugar cuando un remolino de viento les absorbió por otro túnel entre las rocas que desembocó en una ciudad mediana del siglo diecinueve.

Desde la ventana podían escuchar las órdenes que daba el señor de la casa a su esposa. Pasaron a la baranda del balcón y pudieron contemplar la cara de sumisión de la cónyuge y de los hijos del señor, así como la mano del dueño de la casa buscando bajo la falda de la sirvienta mientras le servía la sopa. La doncella sonreía abiertamente.

Salieron volando de allí. La conducida sintió náuseas, el viento le fue bien para recomponerse.

Un movimiento del cuello la despertó.

Al tiempo que la luz penetraba por sus ojos, se diluía el sueño en su memoria.
Solo el sueño, en su corazón reverberaban los sentimientos provocados por las ya olvidadas imágenes.

Súbitamente se levantó y buscó a su hijo que dormía plácidamente, le reconfortó ver su dulce rostro. Despertó a su marido con pequeños besos desde la frente a la boca, se acostó con él y sus cuerpos retozaron hasta convertirse en miel. La paz ganada en el lecho traspasaba su cara con luz y así se dispuso a despertar a su querida suegra, al tiempo que le dejaba en la mesita de noche una taza de té caliente.

Desde la baranda del balcón, un ave azul verdosa, de cola roja como el fuego, elevaba la comisura de su pico casi hasta los ojos, en una gran sonrisa de satisfacción por el deber cumplido.







Texto agregado el 29-11-2006, y leído por 299 visitantes. (14 votos)


Lectores Opinan
12-12-2006 Empecé a leerte y casi me quedo dormido. Es persuasiva tu lectura. Luego seguí al ave de tu sueño hasta que por fin tras tantos avatares me sacié con la miel de tu final. azulada
09-12-2006 Se delizaban las palabras, bien narrado. Medeaazul
07-12-2006 La magia de una siesta muy especial. Desconectado de todo y abstraido en los sueños. Bienvenido el amor reparador. Besos y estrellas Shou
07-12-2006 Una preciosidad de realto, mágico y lleno de poesía...que te deja al final, como quien no quiere la cosa, la magnífica medicina del amor. margarita-zamudio
04-12-2006 Hermoso cuento bien narrado, que te lleva sin lugar a dudas a soñar, me encanto leerte amigo. ***** Besitos lagunita
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