«Aparecía a la vista como un ser común, disfrazado, a veces envuelto en perentorias maquinaciones, ilustrado. Leía a raudales, describe su estancia y mortandad en cada ser que se paseaba por sus dominios. El era, pretendía ser y acudía a su encuentro en cada trazo, en cada postura, en cada fijación.
Anquilosado en los ramales de su conciencia, idealizando las postrimeras y duchas peleas del intelecto, franqueaba su cuerpo y lo parqueaba ante la primera mujer que encontrase, la observaba y le hacía la continental propuesta: «¿Vienes?». Algunas vacilaban, otras simplemente elevaban los ojos, desdeñosas, como quien nunca ha sido invitada a un acto lascivo por un deleznable individuo que con su cara cortada, atravesada por una cicatriz larga, desde la altura del pómulo hasta la barbilla, sus ojos airados y la boca partida, a la mitad, vestigio de un navajazo que alguien le propinara en los momentos de desahogo, cuando, estando como muerto por una inyección de crack, las luces de su alma se perdían entre el trinar de las aves y las bocinas de los coches que se deslizaban vía abajo en el camino unilateral que daba al barranco en el que se instalban los denominados «palomos» a descargar su ansiedad, sus vidas, sus pesares y su odio acérrimo a unos padres que despotricaron todo, que se olvidaron de sus hijos y se dedicaron a vivir, más o mejor, menos o peor, quizá, pero desmemoriados, incapaces de recordar a quienes, afligidos, pedían pan para comer y entre sus vidas el llanto era su alimento, pedían lecher para tomar, y la golpiza de la golfa que traspasaba las sábanas que fungían como cortinas que dividían el maldito cuarto en el que estaban empelotados la sala, la cocina y el apocento de ella. Llegaba furibunda, desbocada, que por qué eran inútiles, que cúal era la razón por la que eran imberbes, desleales y llorones, un montón de párvulos que sólo «están aquí para joderme, no sé por qué no me deshice de ustedes dos malditos críos» decía y decía y continuaba diciendo, voz a cuello, gritando como una endemoniada, y ambos, gemelos, perdidos en un abrazo, con dos años, con los ojos acuosos, cristalinos, deseando pedir amor, y recibiendo aquel estiércol putrefacto que les hacía tan distintos, tan miserables. Ella no podría entenderles, no podría presumir de ser la madre perfecta, «maldita puta», lo pensaba y lo repensaba y mientras más pensaba en ello, más se hacía a la idea de lo que iba creciendo en su interior, que flotó como una boya en alta mar, dividendo exacto de tantas arterias y aristas, propia de su ego, o tal vez, de su odio.
El nombre, cuál era el nombre de aquella mujer, pensaba mientras estaba drogado, cuál era. Sí, era Ana. Un nombre dulce, ligero, presto y tan sencillo como una escueta obra de arte que sólo unos pocos pueden entrever u observar como la real contienda entre el hombre que la crea y su intelecto, como su mayor dilación, su peor enfrentamiento con la madre, todas ellas, como una sola, veía a las mujeres como seres despiadados que no merecían pertenecer a este mundo, y esa noche, como realizara otras dos atrás, invitaba a una mujerzuela, una cualquiera a compartir un rato agradable con él. Su hermano no era como él, dejaron de ser afines en el momento en que ella lo golpeó a él, culpándole de todo, acusándolo de que «Karl me abandose, maldito negro». Eso no era justo. Mientras su hermano era de tez clara, y él era de piel oscura. Maldita casualidad, maldita contrariedad.
Es que ser negro marcaba las diferencias en el amor de madre, y en tanto que su hermano era protegido por él, a él no lo protegía nadie. Nadie, nadie, nadie. Por eso los odiaba a todos, a todas en verdad, a ellas, por ser débiles, por dejarse usar, por participar de aquellas felaciones, permitir que sus cuerpos se convirtiesen en copas emblemáticas, en unas sacerdotizas que única y exclusivamente servían a Eros, el dios del amor, el dios de la pérfida atracción sexual, motivando y acusiando las feromonas femeninas para que el miembro viril se elevara como ovelisco, persiguiendo las nubes, y el firmamento, detrás del relámpago cegador que las enviaba impropiamente al climax, y justo después a la devolvían de golpe a la cama, el suelo, la cocina, el patio, el traspatio, la biblioteca o el centro porno en el que se dedicaban a torturar a hombres comunes y corrientes para subsumirlos en su juego de estereotipos y fetiches. Ellas eran unas malditas».
Mientras cavilaba, pensaba y trastornaba su sien, dando pie a cada fantasma residente en su memoria y a su vida. Volvía de la historia, excitada, convencida, con los senos turgentes y sensibles, se volvía a preguntar, cómo adentrarse en la mente del pequeñín que tenía en brazos, su primer libro de texto, raído, desvensijado y tirado en el buró acompañando otros textos, simulando que era una mujer común, madre ejemplar y esposa feliz, cuando la frustración y el deshielo que necesitaba se hallaban allí, a la luz de su mesita de noche.
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