Salomón era un típico prestamista, que por unos pocos pesos concedidos a los que recurrían a su tienda, se llenaba de artefactos y abalorios de escasa monta, pidiendo altísimos intereses por su devolución. Muchos objetos, por este motivo, no regresaron jamás a sus dueños y la tienducha se transformó en un lugar abarrotado e intransitable. Uno de los artículos que no regresó a su dueño, un moderno computador que un joven modesto había adquirido para realizar trabajos de contabilidad, estuvo varios meses en la trastienda hasta que un hermano de Salomón le sugirió que lo utilizara para llevar sus cuentas. El viejo, un tanto reticente, sopesó la idea, desembaló el equipo y lo revisó con el respeto dibujado en su rostro de usurero. Primero lo acarició, como si con ello lo fuese domesticando, luego, en un rapto de osadía, lo sacó de la estropeada caja de cartón y con el auxilio de su hermano, el aparato fue instalado sobre una sucia y polvorienta mesa. Recibió después unas breves lecciones de Excel y desde entonces se le vio al viejo, escribiendo a dos dedos sobre el blanco teclado.
Varios meses transcurrieron y el viejo anotaba sus cobros, uno tras otro. A decir verdad parecía que el asunto no funcionaba muy bien porque en todo ese tiempo no recibió ni un peso de los muchos que se le adeudaban. Terminó por odiar a ese engendro del progreso que hacía cuanto se le pedía pero que a la hora de los ingresos, parecía no responder.
Esa tarde, con varios millones adeudados a su persona y a punto de cerrar la tienda, el viejo encendió de mala gana el aparato y se sentó en su desvencijada silla para intentar quizás por última vez que ese cuantioso dineral regresara a sus raídos bolsillos. El símbolo de Excel se presentó por un escaso segundo para dar lugar después a la planilla de cálculo. Varias columnas de productos y cifras aparecieron ante los ojos avarientos del prestamista. Ingresó otras cantidades y pinchó un recuadro que suponía que esta vez si le reportaría jugosos dividendos. Imaginó que de algún orificio del aparato iba a salir en catarata de billetes y relucientes monedas, la cuantiosa suma adeudada. Nada. Volvió a intentarlo pero una vez más el aparato no quiso responder. Entonces el viejo revisó por enésima vez sus magros conocimientos. –A ver, anoto las cifras, luego pincho con el mouse sobre el cuadradito de la izquierda. Entonces aparece un recuadro azul que dice guardar como… Está clarísimo, más que claro. Si yo voy, por ejemplo, a un banco ¿Qué es lo que deseo? ¡Que me paguen por supuesto! ¿Y entonces por qué cada vez que le pido a esta máquina endemoniada que me pague, se niega, como burlándose de mí? Y el viejo lo intentó por última vez: Pinchó el cuadradito, apareció el recuadro azul, posicionó la blanca flecha sobre la rotunda, clara e indiscutible palabra Cancelar… pero una vez más el programa se burló de él no entregándole ni la más mísera chaucha…
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