Sombras en el acantilado
Le molió la cabeza a palazos, treinta, cuarenta golpes desesperados. El cono de madera chorreado, con gusto a sangre, a dientes, arena. El cuerpo parecía una sombra sobre la playa, tirado a unos metros de un montón de rocas. Agustín Celada tenía los pies lavados por la marea, enjugados por el agua del mar que le subía hasta los tobillos, que murmuraba como una sábana, como un pedazo de tela con brotes rojos, pétalo agrios, rojos, como una ciruela podrida.
Agustín Celada, con el palo en la mano, dejó atrás el frío del agua y comenzó a subir por una de las sendas que conducían a la cima del acantilado. A medida que subía, sus pies se llenaban de tierra, una capa de barro los envolvía, como si fueran un soquete de mugre.
Al llegar al plano de la barranca se detuvo, tenía los pelos de la cabeza enmarañados, por el viento, por los remolinos de arena que se enroscaban desde las rompientes, desde allá abajo.
Golpeaba el palo contra su pierna, cada tanto se acomodaba mechones de pelos por detrás de la oreja. Su oreja era una península que entraba en la noche llena de estrellas, detrás de la oreja, los brazos desesperados de los cabellos como los brazos de un náufrago, como queriendo alcanzar un tronco, un pedazo de puerta flotando, un bote salvavidas. Veía todo negro. Tenía en el cerebro una ráfaga sucia de viento, de mar, de acantilado, en realidad era una imagen filtrada por un cristal, oscuro, muy oscuro.
Desde la ruta, cerca de treinta metros hacia atrás, por encima de un tejido de alambres, una red, llegaban luces que se esparcían sobre los pastos, los pies de Agustín Celada. Corrompiendo la pureza de la brisa, el ruido de las olas, se escuchaba el sarpullido del agua, sobre las rocas, las rocas como montones toscos de piedra maciza. Desde lejos, la luz del faro le maquilló la cara, sintió un frío de miedo arrebatarle el alma.
Pensó que estaba solo.
Una mano, firme, consistente, con la justa y cínica delicadeza de la cual carecen los hombres, le quitó el palo, dejándolo caer sobre el piso. La luz del faro se había perdido otra vez en la vuelta oscura de la noche alrededor. Él atinó a mirar, girar la cabeza, encontrarse con quién lo estaba tocando, helando de terror. La mano de la mujer fue a parar, como un abanico perfumado, sobre sus ojos. Una sensación tibia, una respiración frente a sus labios, después un soplido. Un golpe de aliento, severo, áspero, protegió el silencio de las pocas palabras que Agustín Celada se atreviera a imaginar. Con los labios contra los labios sellaron un silencio y una mano le calzó, firme, como un golpe, en el espacio que se habría entre sus piernas. Los dedos subieron, titubeando, no por timidez, sino por obligada impericia, le abrieron la bragueta. Tenía, ahora, las orejas calientes, como escupidas con fuego, fueron entonces, las orejas, dos boscosas penínsulas ardiendo, consumadas en un incendio en lo alto, sobre la barranca, detrás los pelos alborotados, revueltos. Desde su bragueta abierta, sintió los labios, húmedos, de saliva envolverlo, enroscarlo en un sabroso torniquete, un brote. Tenía los dos brazos colgando, las manos por debajo del cinto, sentía su cuerpo acosado, absorbido, por y en, un estupor de besos.
Le ardía la garganta, frío, sueño, una marea de saliva espesa lo atravesaba, en fogonazos, como si fuera una ristra de granos de café, desde la garganta hasta el estómago.
Cuando se acostumbro al sabroso masaje, somnífero, la vista volvió a ser clara otra vez. Como un brillo oscuro, se reflejó en sus pupilas la imagen del cadáver allá abajo. Se sintió crucificado. Obligado a soportar la visión del cuerpo molido a palos, sometido al antojo de la marea, llevándolo, trayéndolo, mientras él sentía su cuerpo amasado por labios extraños.
Ella no vio la sombra ni la sangre, pero pudo sentir el sacudón, el escalofrío, el temblor de las piernas, el cuerpo desestabilizado, pero él se mantuvo de pie. Ella aferró sus manos a las caderas. Se compenetró en el movimiento. Cuando se desprendió de un saque, recogiendo el rostro, sintió el mentón, las mejillas, húmedas, tibias. Momentos después líneas de líquido bajaban hacia los hombros, por el cuello. Agustín Celada cayó al piso, tenía los parpados cerrados, escuchaba el mar allá abajo, la ola rompiendo contra las rocas, tenía impresa la imagen del cuerpo molido a palos, el agua bermeja, los brotes rojos alrededor, permaneció en el suelo. No pudo ver la cara de la mujer. Escucho sus pasos, a través del viento, a través de las luces, más allá del tejido, de la ruta, que devoraba su sombra.
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