Juan estaba nervioso. A pesar de vivir rodeado de gente con quienes compartía muchas intimidades, ninguno dentro de su círculo se preocupó por sus nervios. Juan era, por naturaleza, un hombre nervioso. Para algunos, incluso paranoico. Pero su hija, Isabel, quizás dotada de una sensibilidad superior a los demás, reconoció que esta vez los nervios tenían un cariz distinto. Por primera vez tuvo la certidumbre de que su padre no estaría allí siempre y temía que su partida estuviera cerca.
Estaba en lo cierto. Juan, quien siempre consideró un hecho cierto e irrefutable el ser perseguido por un misterioso extranjero a quien él llamaba ‘el musiú’ –pues aunque sabía su nombre y su apellido, pronunciarlo le producía un miedo irracional-, sentía que esta vez el musiú estaba sobre sus pasos y que debía escapar. Jamás habló mucho de esto, ni con su esposa, ni con sus primos, ni con su hermano -a quien llamaba su confidente-; este era su único secreto a medias. Parecía aterrorizarlo el solo hablar de por qué era perseguido por un europeo a quien nadie había visto.
Juan empezó a desarrollar serios problemas para dormir hacía un par de meses, cuando tuvo sus primeros sueños sobre tierras lejanas y sobre el musiú. Al principio no podía conciliar el sueño en lo absoluto, pero luego determinó que los sueños no eran vulgares pesadillas sino una suerte de revelaciones de algún espíritu que quería protegerlo del peligro que representaba el musiú –Juan creía en la santería, era un aleyo-. Así que se dejo llevar y poco a poco fue hurgando en sus visiones oníricas. Como un rompecabezas, fue armando su significado holístico, el cual aseguraba que era la fórmula para salvarse de la inminente presencia del musiú, quien ya lo había encontrado, sabía donde vivía y trabajaba. Era sólo cuestión de tiempo para que apareciera de sorpresa y materializara sus miedos más profundos.
Isabel, preocupada por una situación que no sabía describir, se las ingenió para dormir con su padre cada noche, muerta de miedo de que se fuera huyendo sin despedirse en plena madrugada. La incertidumbre avivó la curiosidad, y se pasaba el día entero prestando atención a cada frase que Juan decía. Aparecía en su taller en horas de la tarde “para saludar a papi” y escribía en papeles muchas de las cosas que le oía decir.
Sobre el cerro de Petare, donde vivían, puede hacer mucho frío cuando se nubla y llueve en la noche caraqueña. Cierta madrugada en la cual bajó el Pacheco a Petare, Isabel se arropó con la cobija de Juan. Muy juntos, como estaban, ella alcanzó a escuchar un nombre que repetía su papá entre sueños, como un mantra, “Gino Ventola, Gino Ventola, Gino Ventola...” Se puso de pie y lo anotó.
A la siguiente mañana le comentó a su madre, mientras esta lavaba los platos del desayuno, que quién era ese Gino Ventola con quién Papá soñó toda la noche –en un tono casual-. La reacción de su mamá fue inmediata, abrió los ojos los más que pudo, sosteniendo un trapo con una mano y con la mirada con que se regaña a un niño imprudente, le dijo acercándose, casi susurrando, moviendo compulsivamente los ojos a los lados: “Cállate, coño, que ese es el famoso musiú a quién tu Papá le tiene tanto culillo”. Luego, tranquilizándose, le dijo que ella siempre supo que Juan era medio loco y que ella creía que eso del musiú él lo había inventado porque desde carajito andaba con ese miedo y varias otras loqueras, pero que esa era la más arrecha y que, ¡coño, ni se le ocurra decirle un carajo a su Papá de esa vaina!, que la mata si lo hace, que ese musiú no existe, pero que no importaba que Juan fuera loco porque no le hacía daño a nadie y es más bueno que el carajo y que es muy buen esposo, no como el cabrón de su cuñao que es un borracho que le pega a su hermana y segurito también es putañero.
Esa tarde, Juan llegó temprano del taller, bañado y afeitado y con una expresión de resolución fatalista en la cara. Los reunió a todos, y los hizo sentar en el medio del rancho. Hablando sin detenerse, aún cuando lo interrumpían, les contó que tenía que hablarles de algo que les había escondido por años y que, por la seguridad de ellos, era mejor no revelarles todo, pero que se trata de ese fulano musiú, que mejor ni les cuenta que pasa si se encuentran, que se tiene que escapar, que tiene unos reales que le dieron en el taller y que se va lejos al único sitio en el mundo donde él sabía que ese musiú no lo iba a encontrar, que él iba a estar bien y que los dejaba en manos de Alexis, el mayor, que ya estaba trabajando en el taller también y que era bachiller y que va a ser el hombre de la casa ahora, que los quería mucho pero que no sabía si los iba a volver a ver otra vez y que no se llevaba mucho perol para disimular, que ellos sabían que él no era loco para abandonarlos por quítame esta paja, que confiaran en él, que era lo mejor para todos.
Su mujer se puso histérica y gritó mil veces que estaba loco, que no existía el musiú nada. Isabel lloraba con los ojos muy abiertos y las cejas levantadas, desconsolada. Los morochos (los más pequeños), lloraban sin entender qué pasaba. Alexis luchaba por calmarlos a todos mientras trataba de razonar con su papá, que era una loquera lo que hacía, que se mudaran todos, que no los podía dejar, que él era un carajito de dieciocho años que no iba a poder mantener esa familia, que se quedara a hablar, que todo tenía solución, que si era de matar al cabrón ese lo mataban, que lo dejara en sus manos.
Juan no escuchó siquiera lo que le decían. Encerrado en sí mismo, su decisión era inexorable. Se fue y, tan pronto salió por la puerta, todos supieron que ya no podrían detenerlo. Su equipaje era un bolsito con los utensilios de aseo personal y una muda de ropa, una chaqueta de bluyín, su cédula y su pasaporte. Se fue en autobús para el aeropuerto internacional de Maiquetía, deseando compulsivamente seguir adelante con esta huída. No quería estar un instante más en Venezuela. Ya había comprado un pasaje que le costó 800 dólares para irse a Roma desde Caracas, haciendo escala en Ámsterdam.
El viaje de toda la noche se pasó rápido, pues era la primera vez que Juan viajaba en avión y -por miedo- se obligó a sí mismo a dormir todo el viaje. Durmió sobresaltado con un infinito dolor de barriga. Tan pronto llegó a Roma se las ingenió para conseguir un pasaje de tren para Trento, en los Alpes italianos. Era ese su destino final, la ciudad en la que, de acuerdo con su revelación, burlaría definitivamente a Gino Ventola. Al bajar del tren caminó durante un par de horas como si conociera desde siempre la ciudad alpina, bajo una temperatura muy inferior a cualquiera de las frías noches en Petare, apenas sobre los 0º C.
Por fin, llegó a la casa con la que había soñado y, sin mayor emoción que la que había mantenido durante todo el viaje, entró. La puerta estaba abierta y Juan se sentó instintivamente en una silla. Al sentarse sintió un alivio extraordinario en la certeza de que no iba pararse de esa silla jamás. Adoptó una mirada tranquila y vidriosa, como de muerto ya. Aunque no sonreía, ver su rostro era sentir que habría de sonreír en cualquier instante.
La casa a la que llegó pertenecía a Gino Ventola, quien estaba sentado a su derecha con la misma expresión en la cara. Al lado izquierdo de Juan yacían infinitas sillas exactas a la de él, todas vacías, una junto a la otra en una interminable hilera. Al lado derecho de Gino Ventola había otra hilera de las mismas sillas ocupadas por hombres de todas las razas y épocas pasadas existentes, rondando todos los 45 años, con la misma expresión en la cara, inmóviles. Luego, la casa de Juan en Caracas se llenó de sillas y de hombres inmóviles sentados en una fila enorme que terminaba con Juan y continuaba con sillas vacías. En ese momento nació, en alguna parte del mundo, un niño que habría de sentirse perseguido por un misterioso suramericano llamado Juan, y en algún momento de su vida, alrededor de sus 45 años, terminaría sentado junto a Juan en su casita de Petare, en Caracas, Venezuela. |