Rocky, mi pequeño caniche.
Mi pequeño Rocky, es la hora propicia para ponerme a trabajar. Hay buena luz. Es una luz que entra con esparcimiento, a horcajadas, por el ventanal. Creo que voy a sacudirme la pereza y me pondré a pintar.
Hoy, en las paredes blancas de mi estudio, aparece estucada la naturaleza viviente del jardín: mis begonias, narcisos, jazmines, la pita, el naranjo el nogal... todo, todo está comprendido en este pequeño espacio como una magnífica hibridación floral. Es una imagen singular, difícil de plagiar. Mañana, quizá, no entren en conjunción los mismos agentes: la brisa cimbreando con exquisita prestancia los tallos jóvenes; el beso cálido de un día de bonanza primaveral; el aire saturado de aromas en profusión como el azahar, el heno fresco, la albahaca.
El espectro del mar se mantiene indolente, inhalando por los pulmones de sus olas el sutil perfume del jardín; mostrando soberbio sus grandes praderas de mar adentro; sus gigantes de espuma encalada rompiéndose en el acantilado; el misterio de sus profundidades, cuando la noche se hace más misteriosa y más profunda.
Mi querido amigo, mi pequeño caniche, debería ponerme a trabajar, pero no voy a hacerlo. No puedo hacerlo. Sé que es una vileza por mi parte no responder a lo que la naturaleza me ofrece hoy, pero mi espíritu está inconexo, desprendido, insensible. El estudio, a pesar de tanta luminosidad, de tanto paraíso vegetal, está sombrío para mí: falta tu presencia dinámica; tu cuerpo mullido tendido sobre el almohadón; tu mirada chispeante siguiendo cada trazo de mi pincel.
Mi querido caniche, creíste que aquella era otra de esas molestas vacunas. Pero, cuando sentiste aquel lento desvanecimiento en tus ojos, se dibujó una pregunta angustiosa: “y... ahora ¿qué?”. Tus pupilas se humedecieron como adivinando la respuesta. Yo no pude hacer más que acariciar tu vellón de lana negro y besarte, darte todos los besos que me quedaban aún por entregarte.
A medida que la inyección letal iba haciendo su efecto, tu ritmo cardíaco se hacía más lento, tu respiración más pausada. Era como cuando te quedabas dormido después de tus correrías por el jardín. Te tendías a mis pies saturado de aromas, derrotado de esfuerzos, impregnado de libertad.
Bajo el sombraje que esparce el nogal vetusto, generoso, sesteábamos juntos las horas de mayor rigor del verano. Dos rotundos cipreses, que sostenían la hamaca de espesa urdimbre, destacaban como agudos cornijales entre la mansedumbre del nogal. Desde allí veíamos acercarse a los gorriones, los vencejos, los jilgueros. Llegaban en bandadas hasta la hornacina del pozo, enclavada en el muro lateral derecho de éste. El caldero colgado de la polea lo teníamos siempre lleno de agua fresca para aliviar su sed. Con sus trinos de notas sostenidas, agudas, plañideras, nos quedábamos dormidos.
Mi querido amigo, aún recuerdo nuestro providencial encuentro. La cúpula de aquel circo destacaba sobre las agujas góticas del cañaveral como una bóveda sextina. Una marcha triunfal se escapaba por las entretelas del circo. La vieja leona, en su carromato de barrotes y estiércol, repetía cada noche su función para ningún espectador y ninguna ovación.
A Psyra, la vieja leona, le usurparon el papel de estrella en la pista; le usurparon el carisma felino de cualquier selva; su dignidad ancestral de cualquier camada. A Psyra, centenaria ya, le quedaba, únicamente, en la carpa de su cerebro la fijación mimética de un espectáculo, del mejor espectáculo del mundo.
Tras la marcha triunfal, el circo se desmoronó y volvió a oírse el ritmo cadencioso del mar. La caravana de ilusión emprendió su peregrino deambular abandonando, en la zona esteparia del cañaveral, a la vieja leona.
Psyra, quedó para expirar una muerte que moría, pero sin prisa, acompañada por un duelo de insectos sobre su apolillada piel y un pequeño caniche lamiéndole sus hieráticas fauces. Fue tu manera de hacer más liviana su agonía.
Nuestra convivencia no fue fácil al principio. Quedaban en tí reminiscencias de un pasado bohemio y errante. Añorabas la jarana de los comediantes; el tarantaneo de la música; el denso polvo de los caminos; el sonido bronco de la machina sobre la pica; el río luminoso de las diablas encañadas hacia la pista; y... sobre todo, por encima de todo, a Psyra, la vieja leona.
Ella lo había sido todo en tu vida. Psyra, la de las entrañas yermas, te recibió tierna, abnegada, consentida. Bebiste de su manantial de ubres secas; abrigó tu desamparo con el tempero de su aliento; prestó su lomo al látigo para que el acero de su hoja no te hiriera.
Pequeño Roky, ahora estás ahí arrebujado en tu almohadón, como siempre. Sólo que tu pelo va perdiendo sus resaltos luminosos; que tus orejas caen desvalidas desoyendo mi llamada; que se desvanece la humedad acrisolada de tu hocico; que se me ha quedado tu mirar delirante apresado en los entrepaños de mi corazón.
Esta tarde, Roky, mientras los cipreses extiendan las lanzas de sus copas en la pradera y el mar ensaye en el acantilado rompiente el preludio del ocaso, me despediré de ti. Antes que el sol esparza sus harapientas sombras y, ebrio de mar y tierra, lívido, metálico, traspasado, peregrino siempre, trasponga hacia el apacentadero de las estrellas... te pondré en el añoso costurero de la abuela.
Dormirás en esta cajita de palisandro y taracea bajo las raíces vigorosas del nogal. Los gorriones, vencejos, jilgueros acudirán a tí para picotear esas semillas nuevas que tu cuerpo hará brotar. Y... nunca estarás solo. Sestearé a tu lado cada verano, como hasta ahora lo hemos hecho, imaginando, quizá, el ronroneo de tu plácido y eterno sueño.
Te quiero, Roky, mi pequeño caniche, mi gran amigo. Te quiero.
LL D´vervald
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