El celador tomó otro trago de su pequeña botella de licor, la guardó mientras exhalaba otra vez el humo del cigarrillo. Pensó en su familia y las caras de tristeza cuando les dijo que tendría que trabajar en nochebuena. A nadie le gusta trabajar esa noche, menos a los celadores del cementerio. Lo que no les contó fue que el día de trabajo tuvo que jugárselo con sus compañeros cuando el jefe se lavó las manos y se quitó la responsabilidad de escoger al que trabajaría esa noche; solamente pidió los voluntarios o trabajarían todos.
Vio la hora en su reloj y a su mente llegó la imagen de su familia cabizbaja porque se acercaba la media noche y no estarían juntos. ¿Qué estarían haciendo en ese momento?
De pronto un movimiento captado por el rabillo del ojo izquierdo le sacó de sus pensamientos. Se puso de pie y deseo que no fuera tan mala su suerte de que algún gracioso escogiera esa noche para alguna travesura. Caminó lentamente hacia la dirección en que le pareció ver la sombra moviéndose. Encendió la lámpara de mano y observó atentamente hacia ambos lados, sacó su batón y revisó los cuatro corredores que habían hasta el muro que marcaba el límite de los terrenos del cementerio. Afuera sólo estaba la maleza y los árboles de la ladera. Hasta abajo, la carretera.
Se dio la vuelta y, tras ver de nuevo a todos lados, se dijo que no fue que su imaginación. Entonces siguió pensando en su familia, tomó otro trago de licor y se llevó el cigarro a la boca. ¿Quién va a hacer algo malo en el cementerio en nochebuena, faltando treinta y cinco minutos para las 12:00?
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El extraño de negro se volvió a acurrucar al lado del mausoleo tras el que se había escondido. Echó un vistazo al reloj y corroboró que estaba atrasado; faltaban treinta y cinco minutos a la media noche y aún no había llegado a su objetivo. Tenía quince minutos para llegar al mausoleo que tenía que abrir, sacar la imagen, salir del cementerio y llegar a donde le esperaba su compañero con el auto.
A pesar de haber contemplado el margen de tiempo necesario para cubrir cualquier inconveniente se sentía descontento, desde el principio había tenido que gastar ese tiempo. No había manera de saber que la policía pondría un retén de seguridad justo en esa parte de la carretera que daba el mejor acceso al cementerio. Retenes policiales en nochebuena, esa sí está buena. Hubo que hacer un par de llamadas a sendos conocidos en la policía para sacudir el retén de allí.
Habían planeado durante diez días, verificando cada parte del muro perimetral para tener un acceso corto y sencillo sobre la ladera y poder entrar lo más cerca posible del objetivo. Ahora se concentraba en no topar con otro celador como el que casi lo acaba por descubrir.
Luego de ubicarse rápidamente, se puso de pie y se encaminó por entre los mausoleos. Debía recorrer cuatro bloques de ellos y luego cuatro más a la izquierda. Allí le esperaba la imagen de la Virgen de la Candelaria por la que le habían pagado tanto dinero.
Mientras caminaba sigilosamente pensaba en los caprichos de su contratante, un coleccionista obsesionado, de cuya colección había sido robada la imagen con túnica de seda rematada con incrustaciones de piedras preciosas e hilos de oro. Pensaba también en la familia que puso esa imagen allí, expuesta y supuestamente segura, sólo para cumplir el último capricho de un viejo demasiado devoto y demasiado rico como para pensar en invertir el dinero en otra cosa más que en encargar caprichitos de colección.
Se acercó al mausoleo y se sintió tranquilo al ver que aún estaban allí los enormes arreglos florales que había mandado a colocar esa tarde a los costados de la vitrina. Con ellos, lejos de agradar al muerto, aseguraba que la pequeña luz de trabajo no se contemplara con facilidad desde los extremos del sendero. Se colocó enfrente y bajó la mochila. Faltaban veinticinco minutos y supuso que el mensajero estaría entregando la comida de navidad que había encargado a nombre de la familia Uribe para los celadores que, especialmente ese día, velaban por los restos de sus seres queridos. Eso distraería un poco la atención de los pocos trabajadores de ese turno y le daría más tranquilidad.
Encendió la luz y contempló la belleza de la imagen. Ese tipo de imágenes ya le era conocido desde que en su adolescencia perteneció a un grupo católico. Pensó en la ironía del caso; los años que había pasado cantándole a las divinidades católicas y ahora está robando una de ellas por encargo.
Nunca fue exactamente un buen católico, pero debido a su crianza aún habían en él ciertas creencias y costumbres como la de dibujarse una cruz antes de dormir. Nunca dejó de ser católico, pero sus ideales dejaron de seguir estrictamente lo que la iglesia manda. Al ir conociendo la existencia de otros pensamientos, otras religiones que varían mucho según la cultura y los tiempos comenzó a pensar que no existe una verdad absoluta en ninguna de ellas. Al no encontrar más que palabras escritas por hombres como él, dejó de ver la Biblia como lo que le habían enseñado: la palabra de Dios.
Se comenzó a preguntar en donde habían quedado perdidas las palabras de apóstoles cuyos relatos no figuraban en el Nuevo Testamento. Muchos estudiosos rechazaban la idea de que solamente cuatro personas escribieran sobre los prodigios de Cristo. Entonces se preguntaban el por qué de que la Iglesia rechazara los textos que aparecen escritos por gente que en la misma Biblia figura como testigo de la vida de Cristo.
En ningún momento criticó los ideales o los credos de la Iglesia, simplemente ya no los comparte como en otros tiempos. Antes iba a misa todos los domingos y se arrodillaba para pedir perdón por sus pecados; ahora está arrodillado sobre la mochila en la que habrá de llevar una de las imágenes católicas más bellas que haya visto, y piensa que antes habría considerado eso un pecado bastante feo. Ahora no piensa en eso más que como un trabajo más que le ha sido encargado.
Se puso de pie y verificó que no hubiera nadie cerca. Se inclinó sobre el vidrio y colocó la ventosa negra sobre él. Extendió el brazo telescópico que en la punta llevaba el corta vidrio; hizo el corte circular y haló con cuidado. Tras un breve esfuerzo el trozo de vidrio se despendió. Lo retiró de la ventosa y lo colocó a un lado. Ahora sí, sólo tenía que meter la mano, agarrar la imagen y manipularla hasta poder sacarla horizontalmente por el hueco.
Mientras lo hacía llegaron a su mente las palabras de su contratante. “La quiero intacta. Me costó mucho y se convirtió en parte importante de mi colección. No perdonaré ni en muerte que me la roben.” El doctor Rottmann provenía de una de las familias más adineradas y antiguas del país, sin embargo no creía haberlo visto antes. Era raro que un coleccionista de su talla no saliera por los medios; supuso que es de los que no les gusta mucho la publicidad. Eso no le salvó de que le robaran su joya.
“Su fama le antecede” le dijo cuando le preguntó cómo había llegado a él. “Sin embargo su nombre está seguro entre las personas más discretas, me fue muy difícil dar con usted, pero lo logré. No tiene que preocuparse y sé que yo tampoco. Sé que usted también es persona de absoluta discreción y pues, su secreto estará mucho más seguro que los cadáveres en sus tumbas”.
El trato le inspiró confianza y su seguridad fue mayor cuando la totalidad del pago ingresó a su cuenta bancaria por adelantado. Todo terminaría cuando pasara colocando la imagen dentro de la mochila en la reja de la mansión de su contratante. Allí estaría entregada y él habría cumplido su trabajo.
Sacó la imagen sin dificultad y la metió en la mochila. Apagó la luz, la retiró y la metió en su bolsa de trabajo junto a la ventosa. Vio el reloj, tenía quince minutos para salir del cementerio, llegar al auto y pasar colgando el paquete al dirigirse a casa de su novia. Había acordado con ella estar a esa hora luego de atender una emergencia con el auto de su compañero. Diez minutos serían suficientes para pasar dejando el paquete, como regalo de navidad para su antiguo dueño.
Al ponerse en pie se paró sin querer sobre el círculo de vidrio. Un escalofrío le subió por la espalda cuando escuchó el sonido del vidrio al quebrarse bajo su peso. Sintió un miedo que no era usual en él cuando se percató de que había alguien a su lado. Pensó que el pobre celador tendría que marcharse a casa con un ojo morado o un labio partido. Cuando quiso moverse para enfrentarlo, el escalofrío se convirtió en pesadez y sintió que el cuerpo no le respondía. Sintió que sus brazos colgaban inertes y que los pies estaban fundidos en concreto. La respiración se llenó del aire frío de la noche de navidad y el miedo le llenó el olfato.
Sin saber por qué, trató de mover la cabeza y le sorprendió poder hacerlo. Levantó la vista y contempló la luna en el segundo día del cuarto creciente detrás de la cruz de concreto sobre el mausoleo de al lado. Cuando bajó la vista para tratar de enfrentar a quien le había sorprendido, sintió que todas sus fuerzas le abandonaron y lo que le había estado deteniendo le soltó por completo. Sus piernas fallaron y cayó al suelo. Con él no había nadie.
Se incorporó y examinó el espacio a su alrededor. Nadie. Los corredores vacíos y el silencio total de siempre. Se tocó el pecho y sintió el corazón queriendo salir de su encierro. Sintió miles de preguntas y pensamientos en camino de llenar su mente y decidió ponerse en marcha antes que éstas y aquellos le ocuparan demasiado y le nublaran la razón.
Sus pasos estaban apresurados, más por el miedo que por la prisa que el atraso le imponía. Quería salir de allí lo más pronto posible. Luchaba por no volver la vista atrás, aunque su instinto se lo demandara.
Al llegar al punto donde debía saltar el pequeño muro se detuvo, se concedió ver atrás antes de salir.
Vio el mausoleo que había a su espalda y algo le hizo acercarse. En la oscuridad sus ojos habían distinguido algo que le sorprendió de sobremanera he hizo que la sangre se le enfriara en todas sus venas. Se acercó mientras trataba de dar crédito a lo que estaba viendo entre las sombras. Sacó la pequeña linterna y cuando la luz apartó la oscuridad, volvió una corriente fría subiendo por su espalda.
Tallado en el cemento, debajo de la cruz y entre flores y ángeles esculpidos en piedra, había una palabra, un apellido: Rottmann. Estaba frente al mausoleo familiar del mismo individuo que lo había contratado. Apagó la linterna y se retiró. Rápidamente saltó el muro y al guardarse la linterna trató de guardarse sus preguntas. Mientras bajaba la ladera se sintió observado, pero ya no quiso ver hacia atrás.
Llegó al auto y su compañero le cuestionó por la tardanza. “Afortunadamente no hay tráfico y te aseguro que el tiempo sobra”. Él asintió y se subió al auto. Ajustó el espejo y se percató de que su rostro estaba pálido. “¿Te pasa algo?” No hubo respuesta. Se acomodó en el asiento y fijó la vista en la luna.
No pudo espantar de nuevo las preguntas, cedió a ellas y trató de buscar explicación a lo que había pasado allá atrás. No encontró respuesta y se dijo a sí mismo que sería mejor no preguntar más. Bajó la mochila de sus piernas y se dibujó a sí mismo una cruz con la mano derecha, mientras su compañero le vio de reojo con curiosidad.
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