No es la mera sensación de sentir la navaja deshaciendo cada una de las caras de mi piel. Ni el hecho de ver cómo gota a gota la sangre brota (¡rimó!) de mis cavidades venulares.
El cosquilleo junto a la herda, la tensión en el músculo más próximo. El dolor que acontece después de la mencionada automutilación.
Dejemos las futilidades nimias, las pueriles sensaciones creadas por el choque de neuronas ionizadas y alcoholizadas.
Dejemos la catárcis patética y pobre de pensamietnos inhertes, y el clímax putrefacto de la diátesis que ocupa mi cerebro.
La ofuscación causante no tiene base, ni teoría, ni práctica. Ni carne, ni huesos que roer.
Se desborda la muerte con mi sangre y se acaban mi vida y mi dolor.

Veinticuatro heridas por el sufrimiento diario.
Me amo con pasión, locura u desenfreno.
Aveces es por la sangre.

Soy una rareza perfecta entre la imperfección general; un extraño ser, único, incomprendido y similar a otrxs entes que vagan errantes por el plantío de margaritas que mueren, consumiendo hasta sus vidas por ocultar su putrefacción repugnante.