Mi madre dice que este domingo debo olvidarme de cualquier panorama, aunque éste haya sido programado con antelación, incluso el de ir al fútbol, porque iremos a ver a la abuela y ella como de costumbre nos espera. No podemos fallarle. Intenté invariablemente iniciar mi consabido conato de rebelión, pero en ese aspecto mi madre es enfática y no acepta insubordinaciones. Y no es que yo no estime a la abuela. Muy por el contrario. El problema es que cuando me despido de ella, quedo muy abatido. Además ya no es igual a cuando vivía con nosotros. Cuando nos regaloneaba en invierno con esos ricos picarones, esas primorosas humitas, ese inconfundible arroz con leche. Era un peligro ir a la cocina mientras ella pelaba papas o preparaba las albóndigas. Ahora ella vive sola, y mi madre dice que con mayor razón debemos visitarla, porque seguramente nos debe extrañar mucho. Cuando ella vivía con nosotros, era común que en las noches irrumpiera diciendo: “Atención a la lista, levanten la mano los que hoy han sido felices:” O cuando en una ocasión llegué del colegio, comentando que mis compañeros de curso encontraban medio “raro” al profesor de Artes Plásticas, a lo que ella de inmediato salió en su defensa, argumentando: “mire, mijito, el poto es de cada uno, y el que quiere lo puede usar hasta de florero si así lo desea.”


Sólo a ella se le pudo ocurrir la original idea de persuadir a mi madre que me pusieran interno en una Escuela Agrícola, enclavada en


pleno corazón de la Cordillera de Nahuelbuta, en un pueblito que yo jamás había escuchado nombrar llamado Contulmo, únicamente porque ella en ese entonces andaba medio entusiasmada de un ingeniero agrónomo, un alemán de apellido impronunciable, al que habían designado como director de esa escuela. De esa singular manera, yo fui el romántico pretexto para que mi abuela viajara todos los fines de semana a Contulmo, según ella, a ver a su nieto. Cuando ella permanecía con nosotros, le escuchaba extasiado sus sensatas reflexiones, y siempre me repetía: “Cuando el amor llegue a tu puerta, te darás vuelta de carnero y echarás la casa por la ventana, pero, ¡cuidado!, el amor ideal no existe, solamente lo hallarás en tu fantasía. Pronto, muy pronto tendrás tu módica cuota de placer y de dolor, en medio de algunas convergencias circunstanciales”.
El aullido insistente del perro nos indica que estamos próximos a llegar. El presiente la cercanía y se pone feliz, colocando las orejas tiesas y la mirada aguda. El día está bonito y soleado. El primero en descender del auto es el Sultán quién se abalanza, meneando la cola, corriendo y ladrando a saludar a la abuela que siempre lo espera, allí, en el mismo lugar. Luego en contraste, baja mi madre que camina solemnemente, apoyando su cabeza sobre un ramo de rosas. Enseguida, con mucho sigilo, avanzo yo, que como todos los domingos, desenfundo mis viejas tijeras, me inclino sobre el césped y comienzo......lentamente ...a cortar la maleza... que envuelve... su inalterable lápida de mármol...