Paulo Galán, haciéndole honor a su apellido, adoraba a todas las mujeres. A todas, sin excepción. Esta faceta de su personalidad comenzó a exacerbarse a corta edad, en cuanto perdió el interés por los palitroques, el trompo y las bolitas, o cuando, en cuclillas, midiendo la distancia de dos canicas con sus cortos deditos, se percató de la lozana anatomía de una chica, considerando, desde esa perspectiva, que los análisis más fríos se van a la porra y encienden, de inmediato, el instinto a punto de estallar de los impúberes.
Desde ese momento, Paulito alargó sus pantalones y acortó la distancia que lo separaba de las muchachas, asunto que no le sirvió de mucho, ya que, aunque se pisoteara las bastillas e intentara enronquecer su voz, las féminas sólo veían en él a un mozuelo agrandado que aún sorbía mocos, con sus labios manchados de chocolate.
Cuando Paulo alcanzó los trece años, ya contaba, a vuelo de pájaro, con unas quince novias, todas ilusionadas con ese muchacho de fácil labia y gran experiencia amatoria, pese a su corta edad. Como una manera de evitar que lo descubrieran, el chico había ideado apelar a cada una de sus mujeres con nombres masculinos. Entonces, si alguien cometía la imprudencia de hurgar en su lista telefónica, se encontraría con Jacinto, Roberto, Jonás, Felipe, Guillermo, Alfonso y diez nombres más, todos ellos masculinos, de tal suerte que el curioso pensaría que el chico había agregado a todo el equipo de fútbol de la secundaria.
Como Paulo era muy astuto, a cada una de las muchachas le contaba que su madre era muy celosa y que le haría una gran escena si lo sorprendía noviando a edad tan temprana. Y cada chica se tragaba el cuento y se iba feliz con su sobrenombre masculino. Muchas, pensaban que aquello era muy excitante y se felicitaban de estar relacionadas con un chico tan creativo.
Pero el amor golpeó a la puerta de Paulo cuando acababa de cumplir veintidós años y fue Javier, perdón, Andrea Cristina, la que logró conquistar su corazón. Por lo mismo, ambos contrajeron matrimonio en un dos por tres y pareciera que acá se acabarían las intrincadas aventuras amorosas de Paulo. Craso error. Aunque Paulo estaba loco por esa dulce chica, también lo estaba de su corte de enamoradas que, por una razón muy especial, no se enteraron del matrimonio del muchacho, algo muy extraño, si se considera que el pueblo en el que moraban todos nuestros personajes, era en extremo pequeño y todos allí se conocían. Alguien podría hacer un estudio acucioso que explique como fue que sucedió una situación tan inusitada.
Sea como fuere, con todas las precauciones y todo el ingenio de Paulo en acción, el matrimonio se mantuvo sin grandes altibajos, sólo que Andrea Cristina preguntaba a menudo por la cantidad de amigos que su esposo llevaba anotados en su libreta y en el que no figuraba ninguna sola mujer. Pablo sólo sonreía y su esposa se quedaba convencida de su primacía en el corazón del casquivano chico.
-Esta noche jugaré brisca con Guillermo- le decía Paulo y su mujer asentía y de paso le recordaba que en dos días más tendría que reunirse con Felipe para firmar una escritura.
-Gracias, querida. Sino fuese por ti, mi papel en esta exigente sociedad, sería nulo- y el tipo sonreía para sus adentros, ya que no podía haber encontrado mejor aliada.
Los años transcurrieron sin que el ímpetu de Paulo disminuyera un ápice. Sus enamoradas fueron contrayendo matrimonio, algunas partieron a otras ciudades y una se retiró de las pistas para consagrar su alma a Dios, pero el hombre, fogoso como era y sabedor de que todo ese fuego que fulguraba dentro de su instinto no se apagaría tan fácil, fue renovando su plantel con más y mejores chicas, las que caían rendidas ante su indiscutible encanto.
Esa noche, Pablo tamborileaba sus dedos sobre la mesita de caoba. Su mujer no regresaba aún a casa, pese a que era muy tarde. Ese día, el hombre había decidido descansar, por lo que su esposa aprovechó la ocasión para visitar a Virginia, una antigua amiga suya. La madrugada arribó con sus compases sonámbulos, pero Andrea Cristina, no aparecía. Para colmo, en la agenda no figuraba el teléfono de esa amiga, así que la espera se tornó angustiosa. Cuando el alba comenzaba a clarear, se escuchó el rumor sordo de una puerta que se cerraba con cautela.
Paulo, que se había quedado dormido, abrió sus ojos, se despabiló y se quedó mirando con cara de bobo a su mujer.
-¿Qué ha sucedido, por Dios? ¡Me tenías con el alma en un hilo!
-Ay, querido. Tú sabes lo mal que lo ha pasado la pobre Virginia con su separación. Me rogó que la acompañara y sin que nos diéramos cuenta, se nos fue pasando la hora. ¿Serás capaz de perdonarme, amorcito?
Paulo estiró sus brazos y Andrea Cristina se cobijó entre ellos, quedándose ambos dormidos hasta que el sol trepó al cenit.
Los “amigos” acuciaban a Paulo con sus excesivos compromisos y este tenía que desdoblarse para cumplir con todos ellos. Andrea Cristina, en tanto, aguardaba su regreso con inigualable ternura. Total, su amiga Virginia, si bien, era absorbente, entendía que, por sobre todas las cosas, ella era muy hogareña y que, por otra parte, jamás abandonaría a su esposo. Porque Virginia, que, en realidad, se llamaba Rafael, amaba intensamente a Andrea Cristina, pero siempre sólo había sido el sucedáneo. Algo que, ni con mucho, le incomodaba,por lo demás…
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