El escritor portugués festejó la pasada semana sus 84 años. Y lo hizo en grande, con la presentación –en su Azinhaga natal– de Las pequeñas memorias, un libro cuyas hojas rezuman recuerdos de su infancia. José Saramago, único Premio Nobel que tiene la literatura lusitana, medalla bruñida de la lengua de Camoens, es con seguridad uno de los seis más grandes novelistas vivos; y "contado entre primeros", como diría Dante.

Cultor de la así llamada "novela de ideas" es un escritor completo. La brillantez de sus argumentos y la extremada posesión de su arte ha dado a los brazos de la imprenta libros de belleza y profundidad singulares. Tiene una enorme plasticidad argumental. No le tiembla la pluma para contarnos sobre una extraña peste de ceguera blanca que se abate sobre una ciudad indefinida ni para sumergirnos con su magia en una inconsolable historia de amor que osa decir todos los nombres además del suyo propio. No equivoca las teclas cuando se pone a relatar la separación geográfica de la península ibérica del resto de Europa ni cuando narra las peripecias de un hombre cuya copia exacta vive en su misma ciudad. No tiene miramientos para colocar a la caverna de Platón en un shopping ni para hacer que la Muerte cuelgue la guadaña.

Parado sobre los hombros de gigantes, el portugués es poseedor de un estilo propio y reflexivo; sus libros están invadidos de una prosa elegante y limpia. Me provoca una cierta tristeza el verlo ya en trance de libro de memorias. Cuando un escritor escribe sus memorias y empieza a compilar sus obras completas es señal inequívoca de que el límite de su existencia física se encuentra cercano. Pero no preciso el auxilio del personaje principal del Amuleto de Roberto Bolaño para afirmar que el último lector escandinavo de Saramago morirá en el año 2666.

Espero que Pilar del Río, su esposa y traductora, no se demore mucho en darnos la versión del libro en español. ¡Felicidades, maestro! Y salud, porque su nombre está ya tatuado en la piel de los tigres.