Se acerca la hora y, a pesar de ser casi siempre lo mismo, uno se encuentra desprevenido, metido en su rutina diaria y no ve que se acerca el momento, ese instante en el cual se oye su llamado, ese quejido lastimero que, en lugar de dar lástima, te altera los nervios, te cambia por unos segundos, que no te da tregua y no te permite más que unos microsegundos para reaccionar antes de que vuelva a repetir su llamado lastimero.
Es el momento de apurarse, de correr a su encuentro, porque –aunque uno no se de cuenta- es un beneficio personal y no puede evadirse, hay que ir a atender este llamado de todos los días. Si hay suerte, cada uno de nosotros puede atenderlo alternadamente, pero los mayores se tardan más, y ese llamado sigue repitiéndose constantemente, no importa cuánto uno se queje, ese ruido molesto sigue, sigue, hay que atenderlo.
Finalmente, ya frente a ella, te dirá los mismos comentarios insulsos de todos los días y te sentirás mal porque no deberías sentirte abrumado ante su ínfima persona, pero así es. Mañana, a la misma hora, nos traerá la misma cantidad de tortillas.
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