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Estaba frente al maestro. Tenía el mejor de mis lienzos bajo el brazo. Él no era como le imaginaba. Era pequeño, gordo, moreno y de cortos y oscuros cabellos, además era mudo. Sin embargo, era el gran maestro de nuestra ciudad. Todos le admiraban y envidiaban, y no porque fuera un gran pintor, si no porque no hacía amistad con nadie a excepción de los niños y una gran colección de gatos. Mis padres me habían asesorado acerca del maestro. Le conocían. Ambos era compañero de colegio y vecinos desde la infancia. Y por esa relación es que pude enviarle un pedido al maestro para convertirme en su discípulo. Me devolvió la carta pidiéndome que le mostrara mi trabajo. Y allí estaba, frente a él. En ese momento estaba pintando por lo que dudé en pronunciar una palabra pero el tiempo pasaba y advertía que sus ojos no se movían de un lienzo que él estaba trabajando. De pronto, sentí el valor suficiente de acercarme y ver su trabajo... Sabía que era una gran imprudencia pero no encontré otra manera de captar su atención. Efectivamente, el maestro salió de su universo de colores y formas para bajar el brazo, embadurnado de pintura y voltear su mirada hacia mí. Nos miramos y presentí que le estaba robando un tiempo. Iba a decir algo. Mis piernas temblaban y su mirada me empañaba de majestuosidad. Cerré los ojos un instante y recordé mi trabajo. Abrí los ojos y mostré mi lienzo al maestro. Este lo miró y se dio media vuelta para continuar su trabajo. Me sentí mal. Regresé a casa y les conté mis experiencias con el maestro a mis padres. Estos dijeron que no cesase de mostrarle otros trabajos. Eso hice al mes siguiente y, con la misma gracia, se repitió la escena del mes anterior. Mientras retornaba a mi casa una rabia inundaba mi alma y decidí que iría toda mi vida a mostrarle mis trabajos al viejo maestro.

Han pasado los años y el resultado continúa los mismo. Ya agotado, iba a esbozar una idea cuando sentí que mis brazos cedían al peso de la gravedad de mi depresión y solté los pinceles. Cogí mi lienzo en blanco y se lo llevé al maestro. Me paré al costado de su lienzo que parecía ser el mismo de más de un años atrás. Le saludé y este volvió, como siempre, su mirada hacia mi trabajo... Cuando vio el lienzo en blanco, esbozó una hermosa sonrisa de complacencia... Me miró a los ojos y sentí que tenía permiso para ver su obra... Era increíble. Era mi retrato, mostrando un lienzo en blanco. Sonreí, me había aceptado...



Noviembre del 2006

Texto agregado el 24-11-2006, y leído por 313 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
25-11-2006 Me gusta. Algo surrealista ese cuadro dentro de un cuadro. Sophie
24-11-2006 que bonito relato***** eslavida
 
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