Tal vez porque su vida no fue un compendio de aventuras y porque sus experiencias no fueron más allá de vivir en un barrio tranquilo de una ciudad de provincia, es que un día, hacer conciencia de quien era en el planeta, no le llenó de regocijo.
No había llegado al mundo para cambiar nada y tampoco estaba seguro de qué cambiar antes de poder hacerlo. Tampoco creía poder ser un interpretador de la realidad y así poder anticipar el porvenir con agudas observaciones de lo que ocurriera.
Así fue que esa tarde de vacaciones, a la edad en que todos juran que empieza la vida, mirándola pasar junto con el agua del río y los turistas, había descubierto su próxima labor en esta existencia y entusiasmado con ese descubrimiento, había salido a comprar un cua-derno a rayas, algunos lápices y lapiceras, una goma y había dejado de extrañar su compu-tadora que por ahora tendría que esperar dormida sobre la mesa, allá en su casa.
Ya de vuelta con los útiles básicos que le recordaban sus épocas de estudiante, se ubicó en una mesa pequeña bajo la ventana que daba a la terraza, arrimó la silla con apoyabrazos y abriendo el cuaderno en blanco y dejando la primer página en blanco, comenzó el relato del mundo que lo rodeaba.
Decidir ser un observador y cronista de lo que pasaba a su alrededor llenaría sus días de vacaciones y algunos más de su vida normal.
El comienzo fue dudoso pero existía un impulso irrefrenable por escribir. Ya había sentido esta necesidad otras veces: una necesidad compulsa de llenar páginas con palabras. Ya de niño y sin saber escribir todavía, copiaba interminables párrafos de palabras entremezcla-das sin sentido alguno. Más tarde, comprendiendo el sentido de las palabras, había trascrip-to frases cortas de historietas o revistas infantiles. La escuela lo impulsó a probar con pe-queñas obras de teatro para dos títeres, meticulosamente tipeadas en papel oficio. Final-mente, en la adolescencia, había escrito algunos cuentos cortos o un par de aburridas nove-las de ciencia-ficción, inspiradas en los maestros del genero o en alguna película de segun-da que llenaba las matinés por televisión.
A esta altura de la vida, después de muchos cuentos más, algunos artículos cortos en diarios, un idioma artificial y un atlas inconcluso de un mundo inexistente, todos guardados celosamente como manuscritos; empezaba a sospechar que en realidad su pasión verdade-ra era llenar hojas de papel con escritura y verlas curvarse por la presión del lápiz y el ma-noseo del uso. Esto no resultaba descabellado cuando veía su obra literaria ordenada en pilas o por cuadernos, separadas por temas en carpetas distintas, distinguibles por el color de la tienta y el tamaño del papel y confirmaba con su curiosidad por escritos ajenos, sin importar el contenido sino el tipo de letra, su tamaño, la forma de ocupar el papel, los már-genes, los renglones.
Apuntes ajenos habían resultado muy convenientes a la hora de adoptar una letra, como parte de la caligrafía personal y sus famosas fichas de estudio eran la admiración de mu-chos de sus colegas.
Dibujar la escritura parecía ser el centro de la obsesión, o mejor dicho dibujar el texto, ese cuerpo que crece a partir de un hilo-trazo que se tejía a sí mismo como un tapiz. Una trama de letras y espacios donde hay vacíos que crean las sangrías apartándose del mar-gen, para que cada párrafo se independice del anterior y se transforme en una “forma” fácil de identificar. La computadora permitía algunos de estos recursos en forma rápida y meca-nizada, pero el placer de la tinta, la mano y el papel tenían un sabor distinto que no podía compararse, aunque sorprendiera, con el desgranado continuo de letras en la pantalla de la PC.
Todo este disfrute que hacía consciente tenía que aplicarse en algo que fuera más allá de los apuntes de clase, fichas temáticas o informes de avance y transformarse en cronista le pareció una manera justificada para poder dibujar la escritura.
Pacientemente comenzó a llenar las primeras hojas del cuaderno a rayas y aparecieron las primeras notas al pie que llamaban a alguna lectura complementaria, los entrecomilla-dos o subrayados que jerarquizaban pasajes del texto o las sangrías que separaban el es-pacio del papel como en parcelas de tierra de labranza.
El cuaderno se llenó de adelante hacia atrás, pero también creció desde su última página hacia delante, como una Torá laica que se empeñaba en revelar los misterios de lo cotidia-no.
La posibilidad de desprender las hojas y encuadernarlas con ordenes alternativos, obligó a la compra de una carpeta, separadores de cartulina de colores, marcadores de distintos grosores y otro cuaderno a rayas porque el primero se agotaba en la primera semana de trabajo.
Una caja de zapatos convenientemente adaptada resultó el fichero de personajes y sus características, transcriptas en fichas obtenidas de la mitad de una hoja de papel reciclado de otros trabajos. Para el relevamiento detallado de los lugares, el fichero creció en separa-dores y más papeles de colores, también reciclados.
Los visitantes y colaboradores sugirieron una base de datos en una planilla electrónica que permitiera el agregado “ad infinitum” de lo que fuera necesario sin intercalar hojas o enmendar lo escrito. La idea se desestimó y se reservó para una etapa posterior, rescatando el placer del amanuense en llenar páginas y páginas con sus escritos.
Los cuadernos se sumaron y se desintegraron en capítulos dentro de la carpeta. En otros casos permanecieron enteros con su orden inicial repletos de notas apuntadas en tintas de distintos colores, con los bordes sensualmente curvados por la presión y caricia de la mano y la tinta.
La silla confortable se arrimó a una mesa mediana cuando aumentó el material de consul-ta y los lapiceros con variados instrumentos para afilar, cortar, marcar o abrochar lo produci-do.
La actividad ocupó las ocho horas reglamentarias y varío según las circunstancias del día. Las jornadas lluviosas eran especialmente provechosas y permitían extenderse lo que el hambre y el sueño dispusieran. La noche, el silencio y la partida de los amigos que venían a aportar datos frescos a la obra, permitían hacer un balance de lo escrito, planificar rumbos o chequear lo inaceptable.
El relato y su ambiciosa amplitud corrieron de boca en boca y el entusiasmo por colaborar con algún comentario de interés, hizo cada vez más frecuentes las visitas con recortes de diarios antiguos, fotos de familia, objetos queridos o el relato oral.
La Crónica, como terminaron por llamarla los vecinos y amigos se convirtió en un univer-so en expansión que ocupó las mentes de la comunidad y por supuesto provocó la sugeren-cia de ser publicada, sobre todos por quienes querían tenerla en una encuadernación cómo-da para leerla en la cama.
El compilador de la obra solo tenía que organizar el enorme cúmulo de sucesos que lloví-an de todos lados y deleitarse viendo cómo esos sucesos se asentaban en el papel.
Si se escribían en tinta azul correspondían a un acontecimiento trivial, si merecían el rojo seguramente tenían una incidencia especial, tal vez se relataban en negro con lo que significaban un relato vinculado a un personaje central que a su vez podía escribirse en verde si el personaje ya había muerto y nos referíamos a sus hazañas en vida. Exaltadores, subrayados, mayúsculas continuas y otros modos de diferenciar párrafos sirvieron definir un código de redacción para esta empresa nunca vista.
Así como la crónica se prolongó durante todo el verano, el verano se prolongó en tardes de mates, caminatas con contadores de historias y hasta cabalgatas hasta el lago, grabador en mano. El rigor horario de estas charlas era absoluto. Sólo desde la caída del sol y hasta que el sueño venciera la reunión.
Por fin la soledad del otoño cercano y la necesidad de estar adentro, cobijándose del frío cada vez más intenso, le dieron una idea brillante. El resumen despliegue sinóptico, (no había podido definir exactamente de que se trataba), fue extendiéndose en el suelo de la habitación según los grandes temas de la crónica. Seguidamente, tuvo que pensar en carpe-tas tal como su computadora acostumbraba mostrarle prolijamente en lista con detalles. En algún momento necesitaría de ella y si había prescindido o más bien postergado su uso era porque esperaba teclear lo menos posible y sólo organizar archivos tipeados por otro.
No podía negar que extrañaba el “clamm..” armonioso de la manzanita y el primer día de ajetreado trabajo digitalizado.
Las carpetas que imaginó se hicieron esperar y la crónica se extendió sobre el piso en dos dimensiones básicas. Cuando necesitó más espacio siguió con las sillas y mesas de arrimo que pudo encontrar. Las trama dejó de ser plana y mucho menos lineal para desarro-llarse en el espacio y el tiempo de una manera tridimensional. Así, el antes estaba abajo y el después arriba; a su vez, dos antes simultáneos podía estar cercanos en el espacio si, en este caso, los personajes participantes se relacionaban entre sí.
Extendida, contemplaba la crónica y se pasaba horas corrigiendo ubicaciones en el cuando y el donde que no le parecían apropiadas, sin dejar de imaginar cómo se organiza-ría toda la obra en simples archivos digitales.
Creó varios ordenes tentativos, más que escribirlos como un índice los diagramó como esquemas según los múltiples universos alternativos que la obra le permitía, de abajo hacia arriba y de antes a después.
Una medianoche, luego de hacer conciencia del hambre que tenía y del frío que hacía en la casa desplegó la última variante del orden cósmico de aquella crónica. Después de apun-tar el último diagrama que imaginó, comió parado algunas cosas de la heladera, se sirvió un coñac barato que había conseguido en la proveeduría del pueblo y se estiró en el sillón mi-rando el desplegado una vez más. Pensó algunas correcciones pero la flojera y el coñac las disiparon de su mente, considero al borde del sueño que ya había dado con el orden apro-piado.
A la mañana siguiente, helado de frío y apenas tapado con una manta liviana, lo primero que hizo fue alimentar la salamandra y encender todas las hornallas de la cocina para dar calor a la casa. Un trémulo sol se filtró por la ventana luego de atravesar esforzadamente las últimas hojas de los árboles. Preparó abundante café con leche y remojó pan casero en el tazón, se quedó mirando el vapor de la infusión al contraluz de la cocina y cuando terminó de desayunar volvió a la sala para mirar el trabajo terminado.
Le bastó un instante para caer en la más cruel de las certezas y reconocer que poco importaba para él lo que estaba escrito y más bien le interesaba cómo estaba escrito. Dejó la tasa vacía en la mesa de trabajo y descorrió las cortinas de la ventana. El sol entró a la habitación e iluminó los innumerables paquetes de escritos multicolores esparcidos por el piso. Caminó alrededor de los papeles y por fin se animó a pensar lo que tanto temía.
“Esto no será lo mismo escrito en A4 y en tinta negra. Se perderían los colores, los dia-gramas, los títulos y comentarios en los márgenes, no se podrán tocar los paquetes de hojas y sus bordes curvados ni se podrán diferenciar las fichas de las hojas de cuaderno. No será lo mismo leerla que haberla escrito. Nadie entenderá lo que esto significa aquí en el piso de esta sala”.
La crónica llegó a la ciudad y tomo el orden final de aquella noche fría de otoño. La tipea-ron otras manos bajo la tutela del autor, tratando de respetar el orden final adaptando lo más posible la estructura al nuevo formato digital. El primer borrador llegó a la editorial y a vuelta de correo el editor preguntó por qué tanta tipografía variada y esa estructura compleja de lectura diacrónica. La contestación fue un juego de algunas fotocopias de los originales y un esquema del orden final que ataba el conjunto. El editor tardó unos día en contestar, enten-dió de alguna manera de que se trataba la propuesta, accedió a algunas condiciones, pero rechazó otras por imposible de realizar a costos normales. Los ires y venires rindieron frutos y por fin la crónica tomó forma definitiva para inicio del nuevo año.
La venta en librerías se acompaño con un despliegue publicitario con slogans tales como “una crónica de la vida diaria” o “el realismo doméstico como nuevo género”, que devinieron en un boom literario jamás imaginado por su autor. Llovieron las cartas, las invitaciones a presentaciones literarias, los encargos para las secuelas y sobre todo dividendos nada des-preciables y mucho menos imaginados. Quién iba a pensar que un curso taller de “técnicas del relato doméstico” iba a reportar tantos beneficios económicos. Hubo firmas de ejempla-res en la Feria del libro, charlas en las facultades de letras y profundos análisis de este nue-vo género de la literatura latinoamericana.
Ha pasado algún tiempo desde que La crónica revolucionara las letras castellanas. El original está guardado celosamente en una caja de madera con llave de bronce para darle un toque de fantasía a su encierro. Junto a él hay un disco compacto con una copia digital, un ejemplar de la edición que prologó Bioy Casares para la presentación en una Bienal y una carta de García Marquez de puño y letra felicitando al autor por la obra. De vez en cuando la caja se abre y los originales se despliegan en capítulos y cuadernillos de abajo hacia arriba y sólo de esa manera se puede entender el orden de los hechos transcriptos en frases multicolores que se entretejen. Hojear cada paquete es una experiencia que no se compara con la fría letra de molde de la edición que está en la calle. Alguien comparó la obra con Rayuela y la posibilidad de lecturas alternativas y eso lo ha obligado a comprar el libro de Cortazar para leerlo, aunque no ha podido pasar del primer capítulo. La carta de García Marquez está ajada de tanto entrar y salir del sobre que la guarda, las primeras hoja del ejemplar impreso tienen los mismas dobleces y texturas de las hojas del original. El resto del libro y otros tantos para regalar nunca los abrió para leerlos. Le basta el multicolor universo que de tanto en tanto se despliega en la sala de su casa, de abajo hacia arriba y de antes a después.
Enero de 1999
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