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A los seis, fue mi respuesta
Suena como lo más inofensivo que pueda decirse, a los seis apenas se puede correr tras una pelota sin caer de cara, se es desmañado y espantadizo.
Todos se cagaron de risa. Yo también me hubiera reído, pensar que a esa edad uno apenas anda con eso de los títeres y la canción de pim pon, las vocales y la confusión por la falta de destreza para escribir correctamente la “p”. Me reí igual que ellos. Era increíble, a veces yo mismo no podía creérmelo, quizá fuera un sueño que afloraba con la llegada de la noche sobre la cama. Rieron tanto, lo que dije fue tomado como un exceso de anticipación, un adelantamiento monstruoso, una broma imposible de ocurrírsele a cualquiera. A cualquiera no se le ocurren ciertas cosas, de ahí las genialidades y las perversiones que no todos podemos sacar de adentro.

-¿A los seis no?-, se preguntaban. Pidieron más ron.

Sí. Su nombre es hipotético, podía ser una maría de tantas, típicas de pueblo, reposada en una de las hojas de su puerta, recibiendo el día silencioso y el estruendo de lo motores de los carros que pasaban siempre por la avenida terrosa. O una de esas Rositas apenas atravesando la adolescencia que cocina todo el día y oye algo por el radio que de rato en rato le hace zarandear las caderas. Descalza, cabello negro amarrado en una cola de caballo que asoma hasta media espalda. Una Georgina imaginaria y ordinaria que carece de algo especial, poco habladora, sopesando lo tiempos y los espacios para actuar, apoderándose de la ventana y aguardando por ahí mi llegada.

Yo tenía un guardapolvo a cuadros; caminaba de regreso. Ella ya me esperaba. Muy alta, portentosa, su sombra delgada le pisaba los talones, figuraba su silueta de mujer más natural que si la viera, fue cariñosa, su voz era suave, sólo yo la pude oír, sugirió un trato de madre, una mirada que ofrecía un camino en dirección hacia ella misma. Levantó la mano y dijo vamos. La puerta de su casa estaba entreabierta, casi pude pasar entre sus piernas, no hubieron preámbulos confusos ni cuestionamientos rutinarios que se le hacen a los niños para convencerlos de hacer algo. Su mano abarcó la mía, estaba muy segura de lo que hacía, sus manos tostadas y sus uñas claras todo completamente rodearon mi pequeña mano, transcurría un momento de latidos profusos, calor agradable, la pasión de esa mujer escapaba por sus poros. Las caricias eran pocas pero parecían miles de roces que disfrutaba mucho mientras continuamos entrando.
Frente a nosotros esperaba otra puerta junta, dejando salir la poca luz que había en el cuarto. Nos mantuvimos de la mano. Las cosas que no sé deben ser sólo imágenes sin importancia, esas cosas que no puedo recordar porque en algún momento debieron estar en mi mente, pertenecen a los instantes en que volteé a ver muebles, cuadros, portarretratos, lo que hubiera por ahí, imagino.
Ella quien fuere, se agachó, descansó en sus manos y sus rodillas, sus latidos se apuraban, volteó a verme con el rabillo del ojo y con esa defectuosa mirada me guió. Se levantó la falda con volado y así pudo ayudarme. Me acerqué más, me bajé el cierre como cuando uno va a orinar, el pantalón cayó solo, centímetro a centímetro fue recorriendo solo en dirección al suelo. Estaba excitado, sentí lo que hoy siento cuando voy por ahí a las putas y conozco a una que tiene los mejores senos, claramente sin manosear, firmes, como si fuera esa su primera noche de puta.
Se posó ante mí, no sé si ella me apuntaba o yo a ella; desde estaba yo sus nalgas llegaban a tapar la ventana de enfrente, tapaba la cortinas, toda la pared. Sobre su piel caía una luz templada, el resto era sombra, y humedad. Me acerqué a penetrarla. Aquel torpe acercamiento entre nuestros cuerpos abrió un secreto de tempranera intimidad que nadie descubriría nunca. Pidió que me moviera, así como los perros, como si se enganchasen el macho sobre la hembra en cualquier lado de la calle. Estábamos así, en un cuarto como perros copulando a la sombra de la complicidad porque nunca me negué y la seguí, seguí su culo de gigante, imborrable. Me subí a unos adobes, puestos a sus pies como si fuesen un aparato. Estuve ahí, moviendo todo el cuerpo como un adulto que fornica con el placer que su edad le permite, sudando como ella que decía ¿que rico no?, si pues, qué rico es cuando una mujer te seduce y se entrega de espaldas, se hinca y fija las manos sobre el polvo que al suelo no se le ha barrido por estar pensando todo el día cómo convencer a un chibolo de guardapolvo a cuadros para tirárselo, que sólo iba por ahí de vuelta adonde no recuerda, quizá a su casa, con un juguete de adobe que su viejo había moldeado para él y sólo había que soplar y soplar hasta que secara. Después sólo quedaba jugar.
Después seguramente me cargó y me balanceó como un nene, convencida de que el nene no supo lo que fueron esos enormes vellos remojados que galopaban aquellos labios oscuros y mudos que solo salivaban hacia fuera dilatándose y contrayéndose. El orificio agrietado y púrpura que se imponía ante todo, y ese enorme dedo violento que lo frotaba todo, que tocaba todo lo que fuera carne. Seguramente me preparó gelatina y me despidió coqueteando, pensando que volvería, que buscaría montarla nuevamente en esa casa despoblada de testigos.


Continuamos bebiendo junto de la barra. Algún éxito de radio se colaría por ahí, de esos repetitivos y constantes que cansan a la gente, hasta hacerles dudar si deben ser considerados éxitos de fin de semana. Todos salieron a bailar. Me quedé observando al barman, todavía un adolescente de argolla que lanzaba muy alto las botellas sin etiquetar. Le pregunté -¿y tú ya?-, -ya qué señor-, -¿ya tuviste relaciones con una mujer?-, -todavía- contestó, y luego preguntó-¿es cierto lo suyo, eso de que a los seis lo estrenaron en la cama?-, pensé decirle que sí, tratar de convencer, pero, para qué seguir con lo mismo… -Es probable- , dijo limpiando el vaso de la licuadora, metió el brazo hasta sacarlo por el otro extremo. -¿Creerías que así fue?-, pregunté, -No es cuestión de creer sino de considerar la probabilidad-, respondió.

Es muy difícil recordar qué sucedió cuando regresé a mi casa, quizá tenía una mirada de pavor, algo malo había hecho, demoré mucho en la casa de esa mujer, la vi desnuda, sentí mucho placer de una forma que nunca experimenté. Una tarde anduve por la pista mucho tiempo, la estaba buscando, trataba de recordar el camino a su casa. Confundía la atracción con el enamoramiento sin saber qué eran esas dos cuestiones. El corazoncito quería correrse de mi pecho, me angustié a cada paso. Ella mariposeaba en mi cabeza, el recuerdo de ese día, las imágenes y sensaciones. Lo que fuera esa perversión me gustó, quería más, como una golosina que solo se consigue con dinero, que hace daño a las muelas y al estómago pero tan deliciosa que no importaba ni siquiera si mataba. Caminé hasta que de tarde nos pasamos a noche con una rapidez, yo era un objeto que se movía muy despacio. Me fui introduciendo en la oscuridad hasta perderme en la carretera y la obsesión de montar a esa mujer una vez más. Qué sabía yo de pecado, en ese entonces no se podía pronunciar pecado porque los demás niños oían pescado y empezaban a joder de hambre; nos tenían a punta de mazamorra y sopa de letras y a veces de pura agua con gusto. O camote nos trancaba terriblemente, como para no pedir más…
Habría continuado hasta que el amanecer me coja arrepentido, pero el desacierto de unos compañeros de mi padre me empuñó de sorpresa el cuello de la camisa y me hizo echar al desperdicio una cruzada por el ardor de esa mujer. Poder encontrarla fue imposible, no la volví a ver nunca más; todos me preguntaron a donde iba, -no sé-, (a tener sexo a mis seis años con una tirana que se levanta la falda y dice: ¡muévete!, y desaparece para siempre.)
Cuando las mujeres te marcan una estela costrosa en el corazón los quejidos no paran y las noches ya no son horas en las que se duermen sino turnos en que se sufre hasta no creer que la vida es vida sino una muerte anticipada, pero ese sufrimiento deviene del amor y del desamor. Ella me dejó un rastro trágico que no descansa, cazador. Una huella viva que se arrastra conmigo. Ahora debe estar vieja, quizá muerta pero eternizándose en mí. Apenas despierto arranco el mismo camino que anduve hasta sus brazos, buscando ese mismo placer que ella me entregó como un hechizo brumoso que no se me quita del alma.
Crecí como todos, recreándome con jueguitos ingenuos que hasta hoy se juegan, sin embargo entre la inocencia de los demás yo era ya un lobo acechante. Engañando como esa mujer me engañó, y no por venganza, era todo por placer. Las niñas vestían falditas y conjuntos fáciles de despojar corrían y saltaban sin la pudicia que hoy tuvieran, y yo estaba ahí tras ellas haciéndome pasar por un inocente más, por otro que lleva el juego entre los filos del solaz y la malicia: “El papá y la mamá”. Los más pequeños siempre serán los hijos, lloran, gritan, fingen que se han cagado y esas cosas, los de tres, cuatro y cinco… -Yo soy el papá-; las niñas de mi edad se juegan en “fu man yu” el papel de la mamá, las que pierden serán las hermanas, empezado el juego no les importará quiénes sean, igualmente todas se desnudarán frente a mí… ¿Mis amiguitas?... disponer así las oportunidades sería un desperdicio ; eran Mis amantes.
A todas les gusta que les levante la faldita y les toque las piernecitas, que les diga que su calzoncito esta muy bonito. Un momento con cada una en la habitación vacía de los verdaderos padres, haciendo lo que hacen los libres fornicadores... -Haremos un viaje-, les digo, -Las llevaré una por una a otro país, es un lugar muy bonito, lejos de esta casa, donde hay mar y animales de colores-.
Ellas los saben, se levantan solas el vestido cuando las empujo a la cama, lo hacemos muy rápido, quiero estar fuerte para las demás. Cuando salgo sólo las señalo y ellas corren al cuarto, las demás ven a los niños, los alimentan y les cambian el pañal, mientras yo estoy besando una suave espaldita poblada de pecas, unos glúteos insignificantes, insuficientes porque acabo de recordar a esa mujer. Finalmente la última, risa y risa no se deja… ¡Mi papá mi, mi papá!. El señor no se da cuenta, solo está de vuelta más temprano de lo usual, en un momento almorzará y al otro se irá, y nosotros jugaremos otra vez. Las corretearé y las tocaré hasta que se haga tarde.

Una vez robamos una bola de villar del número ocho, una travesura de niños que superó la cautela de los adultos, distraídos fácilmente por la música y el humo fustigante de los cientos de cigarrillos, a medio terminar, que nublaron el local. Escapamos entonces a gozar del ejemplar y a ufanarnos de nuestra audacia, escondimos la bola en una chismosa blanca y descendimos a la orilla de una playa alejada del pueblo. Sacamos la bola y nos la pasamos constantemente sin pronunciar nada. Yo estaba en medio de ellas, Marisela y Sonia, observando la bola, dándole vueltas, lanzándola contra el suelo para cogerla de rebote, las chicas se rieron de la intención, -qué payaso eres-, dijeron. Una bola de villar no rebota contra las piedrecillas lisas que bota el mar, pero si es posible cavilar en la mente tocar sus genitales a la vez que se ensaya una payasada.
La bola fue de mano en mano, la tarde era tibia, gaviotas sobrevolando sin sentido, huyendo de las aguas saldas que el mar empujaba hacia la orilla, un bote estático a muchos metros de ahí nos dejaba apreciar su curiosa silueta y la de sus pescadores, no podían vernos. Detrás no había nadie, solo un escampado por donde pasaba sólo el viento, las nubes esparcidas como en un almanaque que tenemos en la casa; nuestros pies estaban mojados, sus cabellos refractando en su brillo los rayos débiles del sol, una pelirroja y la otra castaña. Habían crecido desde que jugábamos al papá y la mamá, estaban formándose con los años, dentro de poco serían unas muchachas hostigadas de tanto hombre que les lanza un piropo manoseado. Esa bola del numero ocho era la única testigo. Estaba estremecido, vacilando en hacerlo, cómo las tocaría, primero a Marisela que es más fácil de entrar en práctica y luego Sonia. Pero esta se paró para estirarse y Marisela estaba a punto de hacerlo, cuando las personas se estiran entablan un preámbulo de marcha. La bola rodó hacia la orilla, Marisela fue tras ella, de pronto un viento arremetido por ahí y blandió su falda con descaro, le vi más de lo que pensé esa tarde. Sonia se le quedó prendida observándola también. La falda siguió alborotándose frente a nosotros, descubriendo la contextura fuerte de sus piernas, y ella sin hacer nada, viéndonos sin temor. Los tres sentimos una efervescencia imposible de desatender. Volvieron a sentarse a mi lado, Marisela me pasó la bola y yo hice lo propio con Sonia. El sol se fue hundiendo en el mar, penetrando otro mundo dejándonos solo el consuelo de su cresta alumbrando lo que quedaba de la tarde… En esa obertura de la sonochada sin testigos que nos fueran a espantar fui levantando sus faldas, en cada mano el volado a la moda de cada una. Hurgué sus vaginas sin recordar en qué momento abrieron las piernas sin pensar. Acaricié circularmente, estaban aun desoladas, unos pocos vellos temerosos de salir al mundo se envolvían en mis dedos. Estaba muy feliz, ellas también. Marisela estrechaba las piedritas que habían por ahí, esa era buena señal, tiró el cabello a un lado y una porción de lengua se podía entrever saliendo por sus labios. Sonia, cabizbaja se retorcía y cada vez sus talones juntaban, cada uno, un cerro de arena.
Íbamos ahí, dando a nuestros cuerpos lo que no se les permite a esa edad, sensaciones que no se describen con un gemido intenso sino con un grito tremendo, enloquecedor. Éramos tres sombras ondeando frente al mar, exhalando ruegos porque el tiempo no pase, por que la noche se cristalice en el apasionamiento que nos carcomía la cabeza…

¡Marisela!, oímos, la bola ya no estaba. Volvimos la cabeza a todos los rincones oscuros que nos rodeaban, no vimos a nadie. Una sombra, la madre de Marisela bajó hasta la orilla y la arrebató de su lugar, Marisela gritaba y pataleaba, se colgó del brazo de la mujer que sin querer le iba arrancando cabello a cabello. Se la llevó. Nos quedamos Sonia y yo, muy juntos pensando regresar así, contemplando la oscuridad, oyendo las olas que de noche se ponen en plan fiero, pero mientras ellas de alejaban la madre de Marisela gritó: ¡Sonia… Le voy a decir a tu papá!. Sonia huyó desesperada sin hacer ruido, dejándome aterrorizado sin ánimo de contemplar nada. Ahora me sentía como un criminal. Robamos una pieza necesaria, se darían cuenta en algún momento, nos buscarían, fisgarían en nuestras casas… Toqué las partes intimas de dos niñas y me descubrieron con las manos sobre ellas. También salí corriendo de ahí, pensando en el escándalo, en la zurra que me darían, quizá todos se enterarían y nadie dejaría que sus hijas se me acerquen, ni a mí estar cerca de ellas. En fin, eso nunca pasó. La señora no dijo nada porque quizá no vio nada, pensó tal vez que fue una escena de romanticismo adolescencial, donde tres muchachos caminan por la playa y se hacen el gancho, uno de ellos es siempre el que carga el violín y los otros titubean palabras cariñosas y dudan en darse un beso.

Este camino escabroso es interminable, hay que seguirlo nomás, sé a dónde me lleva, y en ninguno de sus húmedos trechos predecibles puede siquiera darme tregua a que un destello me desvíe a otra atmósfera, a una de esa que comprende un matrimonio feliz, ya sabes, una casa donde llegar y donde te espera alguien, tener sexo y poder llamarle amor, hacer el amor con los rigores sanos de los que te provee una mente tranquila.

Una noche cualquiera caminé tres kilómetros. “La pelandusca” chillaba desde muchos metros antes de imponerse a la vista con sus luces de neón enredándose en toda la fachada. Luces verde y fucsia repicando en mis ojos, haciéndome imaginar que ante mí un mundo de mujeres desnudas, corriendo sin detenerse de aquí para allá, me ofrecería esas libertades que las mujeres normales se resisten a brindar. Mesas familiares prolongándose hasta las últimas paredes del local colmadas de mujeres con ellas sueltas sobre las bandejas como si fuesen un bocado dulce y salado, rellenas de lujuria y vicio. Discretos hombres llevándolas sobres platos hondos luciendo su desnudez y sus formas aceitadas, sus texturas sedosas. Podría tomar una si quisiese o dos, arrinconarlas por ahí, darle una que otra nalgada para ver ese temblor irrepetible en cada culo…
Pero adentro todo era putas curtidas llevando trago en tacones polvorientos. Pasándole trapo a las mesas, cargando a los borrachos entre tres, tirándolos en un borde de la vereda hasta que el frío del amanecer les advertía que alguien los podría ver.
No eran putas simpáticas, como las que se ve en la ciudad, muchas en la ciudad no merecen ser putas, son espigadas y bien torneadas, brazos largos, rostro agradable. Estas eran maduras “cara dura” que se hicieron putas porque en ese pueblo hace rato que el trabajo huyó a otro lugar. Los viajeros pasaban por ahí solo a comer lo que hubiera, cada quien se preocupaba por sus vidas, la empresa que ahí operaba hizo obrero a todo el pueblito, trabajaban de sol a sol y se hacían de cosas con sus sueldos, artefactos y muebles, novedades de afuera. Cuando los gringos se fueron con su fábrica dejaron en la calle a todos, cayeron en una desventaja irreversible, ya no traían novedades de la capital lo que compararon antes lo vendieron a precios de regalo, a los viajeros y a la vuelta de la esquina donde lo obtuvieron. El hambre los fue diezmando, parecían esclavos en plan de deshecho, soltados al hambre del sol y el desierto. Murieron docenas de pobladores hasta que un día llegó un citadino abarrotado de billetes, preguntó si por ahí había un chongo, todos se preguntaban lo que significaba eso frunciendo el seño, nadie lo sabía. El antiguo tendero un viudo bailarín de bambo que habñia estado en la capital en muchas oportunidades conocía de chongos de putas y tarifas, tenía una hija de veinticinco, así que dio un paso al frente diferenciandose del rsto e invitó al forastero a su casa. Hizo bañarse a la señorita mientras bebía con su nuevo amigo y al cuarto de hora habiendo cobrado por adelantado se encerró en su cuarto a oír los gritos de la muchacha que nunca había estado con un hombre. El extraño hombre salío contento de la casa, se quitó el sombrero e hizo una venia. A su siguiente visita trajo a cinco a migos, la hija del viudo estaba lista para una jornada dantesca, serían horas sacando y colocando entre sus piernas hombres electrizados y risueños, como si fuesen repuestos baratos de televisor. La muchacha empezó y mandonear a su padre, fumaba cigarrillos de luxe y caminaba por la calle ostentando vestidos a croché comprados de vitrina de jirón. A la gente moribunda sólo le quedaba salvaguardar la dignidad de su prejuicio criticando mientras agonizaba de hambre o tratar de descubrir el secreto que arrumaba cada vez más fortuna aquella pareja que a la fecha podría mantener una comunidad entera tan solo con propinas salidas de un consumo de cerveza. Todos se preguntaron ¿cómo hará la pelandusca?. Lo que sigue de la historia es el reclutamiento masivo de mujeres dispuestas a darle nuevamente a sus hijos lo que las flagelaciones de la ruina les había quitado. La pelandusca pasó de ser “puta mayor” a empresaria. Las señoras, madres solteras, divorciadas y viudas se convirtieron en putillas sin remordimiento gracias a los favores inmediatos de la prostitución. Sus parejas al principio aborrecieron la idea, quisieron quemar a la pelandusca como antaño a las brujas que se convertían en animales, no obstante la llegada al pueblo de la pelandusca bien montada en un coche negro perlado que encegueció a los curiosos cambió en ellos la idea de que la prostitución es un oficio despreciable y de lo más rastrero que pueda desarrollar el hombre por dinero. Los señores también se sumaron, algunos fueron mozos, porteros y hasta animadores de los shows los sábados. A la vista de sus hijos “la pelandusca” era una interpretación pueblerina de los cabarets gringos que salen en la tele donde lo único dañino que discurre por los sentidos es ese humo asesino que mana de los cigarrillos que se traen por lotes desde la capital.

Esa noche conocí a la pelandusca, henchida ya de arrugas, a pesar de que había dejado el puterío hace varios años, podía notársele en la mirada que extrañaba el pequeño mundillo de cuatro paredes, ese donde los hombres se trepan a fuerza de besuqueos y toqueteos. Sus pestañas grumosas y negrísimas apañaban esa arrechura que a su edad no podía permitirse encausar en una salvaje tirada, aunque por dentro estuviera muriendo por embucharse a un chofer de bigote hirsuto que cachetee sus escurridas nalgas de abuela glotona.
Estaba compartiendo la mesa con otras mujerzuelas retiradas, se reían y se perdían en el vació con un miramiento triste, arrepentidas de haber infringido sus propios codigos familiares, de haber tenido a sus esposo como sus propios rufianes, cuidando tras la puerta de la habitación donde ellas fornicaban que ningún cliente vaya de las caricias al golpe y las mordidas.
Se sento junto a mi Shyla, tenia treinta años, era delicada. No me coqueteo ni insinuo cuan delicioso es tener sexo cuando cae la madrugada. , me decia,
Me llevó al cuarto, su esposo esperaba ahí apoyado en las barandas del balcón leyendo un periódico, tenia un par de bolitas de algodón en los oídos, la música iba fuerte, apenas entramos se despoja de ellas para oír. Se echo rápidamente sobre la cama, le dije que no, todavía no. Se paró, la cogí de los brazos y la conduje a la pared, le di vuelta, acaricié su espalda y sus caderas, le besé el cuello recogiendo su cabello, me pegué a ella muy despacio. Las cortinas blandían, me dijo, la llevé cargando hasta la cama, continué con los besos, olía a sudor de muchas horas de sexo, estaba tibia y luego calurosa. ¿Me va a pedir que gima?, preguntó. No respondí… Ella gimió, me acaricio el cabello y luego la espalda. Hicimos siete posiciones diferentes hasta que fue lunes. Estaba satisfecha, orgasmamos juntos cuando la luz de las ocho porfiaba allá afuera todos los espacios, cuando no había nadie levantándose de las veredas. Hasta su esposo fue a sestear convencido del buen amante que fui, el mejor de los clientes. Se emparejaba el cabello en interior rojo, una sonrisa confusa se le fue revelando entre las mejillas. Me preguntó si era un viajero, dije que no, a veces lo viajeros vuelven por el mismo camino cautivados por un paisaje o una mujer, yo soy un desconocido, ella no sabría si volvería, no lo sabía yo. Y así me fui de “la pelandusca”, con una huella de labial rojo escarchado de Shyla en la mejilla, agradecida por una noche diferente.

Por ejemplo, esta noche todos mis colegas vuelven a sus casas bamboleando, a punto de caer, farfullando esa canción que bailaron hasta agotarse, al llegar les dirán a sus mujeres que nunca los comprendieron, que su sazón carece de gusto, que no bailan en las fiestas, que disienten con la idea de la minifalda que llevan al trabajo, y que seguramente su instructor del gimnasio manifiesta erecciones al verlas pedalear la bicicleta estacionaria. Y seguramente ellas los cogerán del cuello de la camisa maloliente, y nos les dirán nada, los arrastrarán hasta el baño, ahí abrirán la perilla de la ducha y los jabonarán y secarán. Al siguiente día se amistan y salen a comer un ceviche, andan por ahí abrazados, riéndose, observando cosas curiosas, ella va a la pared y él la protege, le cede el paso, pellizca su mejilla, se dicen… pasean y calle a calle ella le pide algo. Y vuelven. Cuando llega la noche hacen el amor como si fuer auna travesura que estaban olvidando… La cama de dos plazas no hace ruido, las almohadas se van cayendo sobre sus zapatos y se ríen de sus miramientos coquetos y duermen.
Yo, camino donde las putas que están haciendo su feria con hombres que duran sobre ellas lo que dura la felicidad, las acaricio por todos sus rincones maliciosos y tristes y las comparo con todas las mujeres que he tenido y que no han sido mías. Me tomo unos tragos con ellas, es difícil conversar con tanta bulla, no me conocen, creen que soy del grupo de los cinco minutos y que no sentirán nada al montarme sobre ellas, que será una agitación más como la de una hora antes, algo de sudor que recorre por alguna parte, abrirse y colocarla cuando se salga, retirar el preservativo con cuidado que no le caiga ni una sola gota y volverse a perfumar. En la cama se sorprenden. Creen que volveré algún día pero no apareceré por ahí ya nunca, hasta que haya nuevas putas o se hayan olvidado de mí. Trayecto a mi cuarto conozco a Clara, no es puta, es una de tantas que cree que es una pendeja y que finalmente se enamora. Es temprano, de tres a cinco de la madrugada se puede ser compañía y sentirse acompañado. Un polvo más es lo que necesito, antes de abrir la puerta de ese cuarto que me espera con una cama y un televisor preocupados de que haya tardado tanto.

Texto agregado el 23-11-2006, y leído por 121 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
06-12-2006 "Notable" que vayas por vida rompiendole el himen a las pobres putas...Lo que considero inaseptable que ademas les rompas el corazon.l padypalacios
 
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