Para Ludovico Peluche
Celia caminó por las calles del pueblo, tratando de no llamar la atención. Sin embargo, aunque quiso ocultar su presencia tras del sombrero de paja, no pudo pasar desapercibida. Su manera de andar la delató de inmediato. Sus piernas asemejaban a las de un arco en plena guerra.
Más de uno pensó que ello era el resultado de montar en burro en exceso, como lo hacían las indias de aquellos pueblos dejados de la mano de Dios.
Sus pasos la llevaron hasta la entrada de la vieja farmacia.
Miró hacia los lados, buscando a don “Moncho”, el dueño del local. Al fin lo encontró entre los estantes y el mostrador.
Lo miró desafiante y avanzó hacia él.
Entre tanto, los vecinos, que habían seguido los pasos de la mujer hasta la botica, murmuraban, tras las ventanas de cristal, que empañaban con las narices. La fémina le confió un par de palabras al oído al boticario, quien no se inmutó en ningún momento.
Don Moncho, con la serenidad que su profesión exige, fue hacía donde estaba la gente fisgando y bajó las cortinas, luego cerró la puerta con llave, por si las moscas.
Todos quedaron en silencio y a la expectativa.
Los ruidos de muebles que se acomodaban y utensilios que se cambiaban de lugar, dejaban volar la imaginación de los presentes. De pronto, se oyó un alarido, seguido de un grotesco ¡Puk!, que a los oyentes les sonó parecido al descorche de las botellas de la chicha fermentada.
A los pocos minutos, Celia salió por la puerta, tan retadora como había entrado, con la frente en alto y sin voltear a ningún lado. Al fondo, el dueño de la botica sonreía con sutileza, mientras volvía a sus quehaceres y se limpiaba el dedo medio,de la mano izquierda, con una servilleta.
La mujer ya caminaba como cualquier otra persona, con la diferencia de que, ahora, sujetaba una botella entre sus manos.
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