Generalmente, esa sensación de estar solo en el mundo aparece mezclada a un orgulloso sentimiento de superioridad: desprecio a los hombres, los veo sucios, feos, incapaces, ávidos, groseros, mezquinos; mi soledad no me asusta, es casi olímpica.
“El Túnel” Cap. XXI

Hoy es el mejor día de todos
Mi corazón está roto, pero todavía conservo los pedazos conmigo. Los guardo en un pañuelito de seda que me había regalado mi madre antes de morir. Justo ahora tengo agarrado fuertemente ese pañuelo con mi mano izquierda. Llevo largo rato caminando y los pedazos están haciendo pequeñas heridas en mi mano, de vez en cuando cae alguna gota de sangre al piso.
Han pasado ya varias horas y todavía no he logrado definir un rumbo. Creo más bien que ese es el fin de mi larga caminata: que no tenga tal. Caminar sin destino por una calle neblinosa, con el rostro frío lleno de lágrimas y con el corazón hecho pedazos, y sentir esos pedazos atravesándome poco a poco la mano. Aún con la increíble tristeza carcomiendo todas mis entrañas, el pensar en mi mismo es casi bello, dramático, oscuro.
Frente a mi veo la calle de asfalto infinito que se hace cada vez más larga y opresiva. Más allá veo la total oscuridad que me llama, se ríe de mí y me invita a hacer cosas perversas, malsanas y un poco melodramáticas. Las estrellas se ven muy apagadas hoy, y la luna no se ha querido ni asomar. La luna, que es la única amiga que me ha logrado consolar un poco de la difícil soledad de la adolescencia y el indecible tormento de mi vida adulta.
Ahí detrás voy dejando a Sábato, Warhol, Strauss y tantos otros que me ayudaron a soportar innombrables sufrimientos. Atrás va quedando mi vida, lo único que dejo es un rastro de lágrimas y otro de sangre. El dolor hace saber que estamos vivos; pero el dolor en su estado más extremo hace que deseáramos no estarlo.
Extrañamente a mi mente vienen solo recuerdos relativamente felices del pasado (si es que la palabra feliz puede significar algo para mí). Recuerdos distintos todos, pero con un común denominador: la soledad. La vez que logré ver Clockwork Orange en inglés; años antes había visto la versión en español y me pareció realmente espantosa. Recuerdo también cuando en un arranque de furia rompí todas las celosías de mi cuarto, simplemente por un desahogo. Mis manos ensangrentadas me dieron una especie de dolor placentero. Ver mi sangre brotando y manchando de rojo los pedazos de vidrio que estaban incrustados en mis nudillos me daba la alegría que no me daba ningún momento de mi vida diaria.
Pronto todas mis imágenes mentales son reemplazadas por la vacuidad de mi estado de ánimo presente, la presión del tiempo y su influencia sobre mis años caen abrumadoramente sobre mí. El desperdicio del tiempo se puede equiparar a la cantidad de libros que he leído en la soledad de mi habitación. Cada Homero, Joyce, Maupassant y Yeats que ha entablado conversación conmigo, ha sido propiciatorio para que mi biblioteca sea haya convertido en mi propia máscara de hierro, forjada por mi propia indiferencia y colocada en mi rostro por las manos largas y velludas de la soledad. A través de ella he logrado ver el mundo de lejos aunque me encontrara sumergido en medio de su promiscuidad. Con esa máscara me sentía diferente a los demás, pero no por ser superior o especial, sino que a pesar de ser igual de patético que el resto de la humanidad sentía que mi vida bordeaba toda manifestación de estupidez con la que se vive a diario en el mundo fuera de mi máscara. La gente y toda su incompetencia pasaban alrededor mío sin siquiera volverme a ver y mucho menos tocarme. Era casi inmune a todo dolor innecesario ocasionado por la mentalidad inútil de los hombres y mujeres a mí alrededor.
No odio del todo a la especie humana. Hay personas muy inteligentes y capaces de muchísimas cosas geniales (Kubrick, Goya, Sweig, Darío, Sellers por nombrar algunos) pero en su gran mayoría la gente a mí alrededor son algo casi insoportable, algo que a veces hace que no logre apaciguar el odio y sucumba al llanto o la autodestrucción. Aunque extrañamente ese sentimiento también se mezcla de un cierto sentido de superioridad, casi arrogancia hacia los demás seres de la creación. Me regodeo en mi propia brillantez al haber inventado tan perfecta máscara y el poderme librar así de las miles y miles de sandeces que son capaces de decir los seres humanos.
Hoy, aquí, eternamente solo, con la tristeza por dueña de mi vida así como de mis actos, intento ver el final de esta calle, pero las lágrimas obstruyen mi visión. Sin embargo no creo que quiera ver hacia donde voy… hacia un destino incierto seguramente. Mi máscara cayó al suelo varios kilómetros atrás y mi razón yace junto a ella. Solo me queda el principio de mi senilidad, pero esto se debe más a la edad que a otra cosa. Mi estado de vejez prematura me sirve para poder olvidar con mucha más facilidad algunas cosas dolorosas del pasado, que ya son demasiadas como para poder aguantarlas mucho tiempo más.
Tenía en mi cuello una bufanda azul manchada de sangre, la cual se la acaba de llevar un fuerte viento. Tengo frío, miedo y me siento desnudo. La vida acaba de de írseme junto con la bufanda. Todo mi amor, mi esperanza; toda mi vida, mis lecturas, mis horas junto a algún disco de Nino Bravo, mis amores pasajeros con mujeres más pasajeras aún, todo… se lo llevó el gélido suspiro del invierno.