Entró al metro temerosa -no era un lugar comunmente visitado en su vida- y se aferró a un pilar metálico del que le incomodaba su forma y tamaño. Hubiese preferido que fuera más grande y acogedor, para que la protegiera y ocultara de la cruel verdad que la atormentaba en ese instante. Pero sus zapatos... sus zapatos la delataba. La tierra que traían consigo no se podía disimular, su inadecuada y zarrapastrosa ropa, tampoco. Nada podía ayudarla a esconderse, ni siquiera su rostro del que se aromaban varias arrugas y una expresión de resignación y cansancio. La vejéz estaba en ella y el dolor de no pertenecer a ese lugar también.
Creía que en ese carro no había lugar para su perpetua compañera.