Los chilenos somos, en general, un poco inexpresivos, soslayando, por supuesto, dentro de esta generalidad a los eternos risueños y hablantines que no son afectados ni por las alzas de la locomoción, de la luz o de los mondadientes y que, desinhibidos, enarbolan variadas temáticas para desarrollar con quienes se les pongan por delante. Dentro de esta casi epidémica parquedad, algunos, ocultamos una timidez enfermiza y otros, la determinación a ultranza de no ser interpelado por nadie. Recuerdo que cierta mañana, me había sentado en un banco de la Plaza de Armas. A dos asientos, una señora de edad provecta, contemplaba el florido paisaje con mirada indolente. Al poco rato, un señor contemporáneo de la mentada dama, tuvo la ocurrencia de sentarse a su lado, por lo que me transformé en testigo privilegiado de lo que ocurrió a continuación. El señor se echó para atrás, señal inequívoca que se encontraba muy a gusto. Miró para todos lados y yo, oculté mi mirada detrás del periódico, pues, preveía que el caballero aquel, era de los de fácil discurso y latosos argumentos. El señor, entonces, reparó en la señora, que ahora parecía ajena a todo lo que le rodeaba.
-¿Tiene hora?- le preguntó el caballero a la señora y ésta –por no sé que extraño influjo- se engrifó, su rostro se contrajo en un gesto de profundo malestar y le contestó furibunda:
-¡No busque usted excusas para tratar de entablar una conversación conmigo!
Y se levantó de inmediato y se alejó, desparramando maldiciones. El señor quedó paralogizado por la sorpresa, mientras yo adivinaba el ¡Glup! que se le había quedado atragantado en su gaznate.
En este último tiempo, los chilenos (y creo que casi todo el mundo, en honor a la verdad) nos hemos transformado en contumaces vendedores de cuanta cosa pueda comercializarse y esta faceta nos ha obligado, acuciados por las exigencias del marketing, a replegar cualquier actitud ostracista. Paralelo a esto, yo me he ido interiorizando de las técnicas más efectivas para vender un producto, de tal suerte que, en cuanto aparece alguien ofreciéndome tal cosa, voy evaluando su forma de encararme como cliente. Presiento, entonces, su premura o su distensión, su relajo o su ansiedad, distingo la risa que más parece un rictus, de la franca, que transmite confianza. Y así, voy aprendiendo a conocer a la gente y la forma como va sacudiendo su yo interno en pos de un bienvenido beneficio pecuniario. Por lo mismo, me ha extrañado enormemente, esta mañana, ver aparecer una chica que, por lo general, es dueña de un rostro más bien arisco, sonriéndome de la manera más fascinante. ¡Tate!-pensé para mis adentros. –O bien, me viene a pedir cambio o me ofrecerá alguna chuchería. Dicho y hecho. La chica, en cuestión, traía una bolsa que desplegó en mi mesón y me ofreció unas hermosas cortinas bordadas. Su risa se esfumó con la misma instantaneidad con que se apaga la luz de una vela ante mi lacónico y consabido: -Por ahora no…
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