Buenos Aires, 1975
I
Ernesto Ledesma, médico de niños, trabaja en el sector de urgencias a domicilio del sanatorio. Y una vez por semana recorre la ciudad de punta a punta y de cabo a rabo, día y noche, cumpliendo con las visitas pediátricas. A veces comienza en Puente Saavedra; de allí pasa a Barracas, Mataderos o Villa Urquiza, rodando luego por Constitución, Belgrano, La Paternal o La Boca, para terminar, quizá, en Núñez o en Lugano.
El sanatorio se comunica con él a través del sistema de radiollamado. Al comenzar la guardia le entregan el siniestro aparatito, que le transmitirá -uno tras otro y con fidelidad variable- los mensajes que vayan surgiendo a lo largo de esas veinticuatro horas. Este aparatito carece del don de la oportunidad y más de una vez suena con estridencia en lo más apretado del tráfico, y entonces el hombre debe tomar el chisme con la mano izquierda oprimiendo el botón -para que salga la voz con el mensaje-, mientras conduce con el mismo antebrazo y busca la lapicera con la otra mano para anotar en el bloc previamente dispuesto en el asiento contiguo. Entretanto, hay que esquivar los autos que se adelantan zigzagueantes, o hay que evitar a quienes frenan bruscamente para recoger o descargar pasajeros, o al peatón distraído que se atreve a cruzar la avenida con el semáforo en verde.
Son las once y media de la noche. El día ha sido agitado, ya que realizó más de veinte visitas en sitios bastante alejados entre sí. Se acerca a su casa para comer y descansar un rato, cuando surge una nueva llamada:
-¡Atención, abonado 19 ... ! Visita número veintisiete, en la calle Zañartú 12..., casa -aquí suspira aliviado, pues no está preparado para anotar con la necesaria velocidad toda la serie de números y letras que hubiera implicado un departamento-, entre Cachimayo y Picheuta; seis meses, fiebre alta y convulsiones. ¡Urgente! Repito...
Cuando le transmiten el mensaje por segunda vez, ya Ledesma ha detenido el automóvil con la luz interior encendida. Protesta, o dice alguna palabrota hacia la calle pues esta visita no puede esperar y él está hambriento y saturado de andar de un lado para el otro. Suspira otra vez, y luego ubica la calle en el mapa. Recuerda esa dirección. Estuvo allí no hace más de tres o cuatro semanas. Una familia agradable; el niño tenía un simple catarro. Ilumina la calle con los faros bajos, apaga la luz interior, coloca el cambio y arranca. Tomará por San Juan, Directorio José María Moreno hacia la izquierda, y a dos cuadras de Cobo...
El viaje no dura más de quince minutos. A pesar de la oscuridad de la calle, Ledesma localiza la casa sin dificultad. Baja del automóvil y camina hacia la puerta. Una ráfaga helada le golpea en la cara y se le gana por entre los pliegues del sobretodo; se estremece y llega al umbral dando pequeños saltos. Oprime el timbre y espera. No hay respuesta. Prueba otra vez, ya con menor suavidad. A través de la rendija inferior de la puerta puede comprobar la oscuridad interior de la casa. Ni una pizca de luz. Piensa con fastidio que tal vez equivocaron la dirección y hace vibrar el timbre nuevamente, ahora larga y profundamente. Casi simultáneamente, se enciende una luz y alguien acude a la puerta. Ledesma se anuncia:
- Buenas noches. Vengo del sanatorio. Soy el médico de niños.
- ¿Cómo? Nosotros no hemos llamado a ningún médico- . El asombro del dueño de casa parece auténtico. Se frota los ojos, estremeciéndose por el frío.
- Deben estar equivocados. Aquí no es. Pero...usted, ¿no es el doctor...?
- Ledesma. ¿Se acuerda de mí?
- - Claro, doctor, ¿cómo no me voy a acordar?- dice el hombre golpeándose la frente con la palma de la mano. Y, ya temblando, invita - : Pero, ¿por qué no pasa? Aquí, con este tornillo nos vamos a congelar. Venga, pase.
Entran. En ese momento se les agrega la señora, ajustándose por la cintura una larga bata. Reconoce a Ledesma y estira hacia él una mano blanda y tibia.
-Buenas noches, señora- Ledesma se la estrecha después de soplar y restregarse las suyas-. Resulta que recibí un pedido urgente con esta dirección, donde estaba un chiquito con fiebre alta y convulsiones...
- Pero... ¡qué raro! Nosotros no hemos llamado para nada al sanatorio, ¿verdad, Juan?- responde ella, dirigiéndose a su marido finalmente.
- No; eso es lo que precisamente le estaba diciendo al doctor en la puerta. Pero... ya que está, querida, ¿por qué no te preparás un cafecito?- y luego agrega el hombre, volviéndose:
- Venga, siéntese, doctor. Al rato aparece la señora con una bandeja y tres humeantes tazas. Mientras beben en silencio, se oye el llanto lejano de un niño.
- Susana- alerta él a su mujer - me parece que Andrés está llorando.
- Sí, creo que tenés razón. Voy a verlo. Los dos hombres conversan sobre la llamada. Llegan a la conclusión de que ha habido un error, y el dueño de casa ofrece a Ledesma el teléfono para que se comunique con el sanatorio y lo rectifique. Entre tanto, terminan de beber el café con breves y repetidos sorbos. De pronto, la mujer aparece con el niño en sus brazos.
-Doctor... ¡mírelo, por favor! ¡Me parece que está volando de fiebre!- y acompaña sus palabras con un gesto de la mano hacia la frente del niño. Éste lloriquea y se acurruca en el hombro de su madre.
- ¡A ver, señora, permítame!- La mano de Ledesma aprecia rápidamente la temperatura del niño -. Sí, tiene bastante fiebre. ¿Por qué no me trae un termómetro y lo desviste?
- A los pocos minutos, Ledesma le baja la temperatura con paños fríos sobre las axilas y las ingles. De súbito, ve como los miembros del niño comienzan a moverse de una manera significativa. Asombrado, se detiene y lo observa. Luego, lo toma de la nuca y, ante un leve movimiento, el niño emite un agudo chillido, seguido de un llanto intenso. Cuando repite la maniobra, ya Ledesma piensa que hay signos más que suficientes. Se incorpora y les habla a los padres.
-Me parece que este chico está bastante enfermo. Hay que llevarlo cuanto antes al sanatorio. Tiene mucha fiebre, hizo convulsiones y presenta algunos signos que sugieren un síndrome meníngeo...- Cuando pronuncia las últimas palabras, las lágrimas asoman en los ojos desorbitados e incrédulos de ambos padres, que lo escuchan sin querer comprender y contemplan al hijo como si de improviso ya no fuera el de siempre.
-¿Usted está diciendo que puede tener meningitis, doctor?- pregunta el hombre con un hilo de voz.
-Precisamente- afirma muy serio Ledesma. Entonces ella rompe a llorar y se abraza al bebé, mientras el marido se vuelve, estupefacto. Ledesma decide abreviar la situación.
- Dígame dónde está el teléfono. Voy a llamar al sanatorio, que se preparen para recibirnos. Ustedes, sigan con las compresas frías. Y vístanse, que hay que salir enseguida.
Llegan al sanatorio y se dirigen a la guardia. Ledesma realiza la punción lumbar con el médico de turno, y luego sale de la sala de procedimientos para hablar con la pareja, que aguarda en un pasillo.
-Bueno, ya se le sacó el líquido de la columna, como les expliqué; ahora hay que esperar el resultado del análisis. Se le puso una inyección para las convulsiones, así que lo van a encontrar dormidito.
-¿Y?... ¿A usted qué le parece, doctor? - El hombre lo mira con unos ojos que parecen haber acumulado de golpe toda la oscuridad y el frío de la noche.
-Mire, por el examen, así a simple vista del líquido, pienso que se trata casi seguro de una meningitis-. El llanto de la mujer lo interrumpe-. No se ponga así, señora, cálmese. Hoy día hay antibióticos muy eficaces. Además, pienso que la hemos tomado muy temprano. Vamos, cálmese.
Poco a poco, los padres se aflojan, para luego suspirar mientras secan las lágrimas y suenan ruidosamente las narices. Entonces preguntan muchas cosas; algunas relacionadas con el padecimiento del niño, otras no tanto, y otras totalmente ajenas a esa realidad. Ledesma los escucha y les responde con voz suave y pausada, para que les llegue lo que dice, porque ellos lo van a entender dentro de unas horas, o quizá mañana o pasado mañana. Cuando puedan.
Son más de las tres de la madrugada cuando Ledesma deja a la pareja junto a la cuna del bebé, que duerme apaciblemente a pesar de la aguja colocada en la vena. El resultado del análisis ha sido positivo, confirmando la presunción diagnóstica, y ya los antibióticos han comenzado a actuar. Sale del sanatorio, cuando de súbito recuerda la confusión con respecto al pedido de la última visita. Decide volver para hablar con el telefonista de turno y aclarar el asunto.
-Buenas noches, doctor, ¿cómo le va?- La disonante voz de Julio lo recibe con exagerado optimismo. Para no variar, escucha a buen volumen una excelente versión del Cármina Burana.
-Buenas, Julio. Cansado, vea, cansadísimo. Quiero saber una cosa, antes de irme: A ver si me averigua quién pidió o cómo se pidió la última visita- y con un gesto le señala el grabador para que modere el volumen de la música.
- Ah...sí, disculpe ¿la última? A ver...
- Sí, la de la calle Zañartú al 1200- aclara Ledesma, mientras observa la lista por encima del hombro de Julio.
-No, aquí no figura. ¿Usted dice que le pasaron esta visita como la veintisiete?- Se vuelve hacia arriba, mientras toma un cigarrillo y lo enciende. Luego se disculpa y le ofrece a Ledesma.
-No, no gracias. Sí, me la pasaron a eso de las once y media con ese número.
-Y vea usted... acá no está registrada. Y yo estoy aquí desde las nueve y le aseguro que no recibí ningún pedido con esa dirección. ¿Quiere que llamemos a la central para confirmarlo?
Llaman -allí los sacarán de la duda, pues archivan todos los mensajes-. Pero no lo han recibido. Se comunican con las otras centrales, con el mismo resultado. Al fin, Ledesma desiste y se retira. Julio responde a su saludo levantando una mano, mientras abre mucho los ojos y apoya la cabeza sobre la otra, asombrado ante la incógnita de la última llamada. Mientras Ledesma se aleja, la música de Carl Orff vuelve a ocupar la escena con su habitual estridencia.
II
Dos semanas más tarde, Ledesma encuentra en la puerta del sanatorio a la pareja con el niño. Se alejan de allí sonriendo, ya de alta.
- Le agradecemos tanto, doctor; la verdad es que lo vemos tan bien ahora, que nos parece un milagro. Y todo gracias a usted.
- Bueno, me alegro de que se vayan así-. Ledesma no puede borrar la sonrisa de sus labios. Se siente muy bien. El neurólogo le ha asegurado que no hay probabilidades de que le hayan quedado secuelas al bebé. Por lo tanto vive, muy justificadamente, uno de esos momentos en que su trabajo a domicilio deja de ser una ocupación más.
- Bueno, doctor, será hasta siempre. Y nuevamente, muchas gracias por todo.
-En fin... en el fondo, no sé a quién habría que agradecerle esa llamada tan oportuna...
Muy emocionado, Ledesma no sabe explicar lo que siente y, con las puntas de los dedos, levanta la mantilla que cubre la cabeza del pequeño para espiarlo un poquito, unos segundos nomás, pues el viento acentúa el frío de la calle. Y se encuentra con los ojos del niño que lo miran fijamente, con inteligencia, con cariño, con agradecimiento, mientras sus labios se abren en una amplia sonrisa, descubriendo rosadas encías, donde se adivinan dos puntas blanquísimas. Entonces, súbitamente, un poema trepa hasta el aliento de Ledesma, uno muy breve, casi diminuto, un haiku:
Dije al pequeño:
Niño, háblame de Dios.
Y la llamada brotó.
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