No me cuesta hacer memoria y trasladarme al momento en que llegué a ti. Entré en completa oscuridad. Tu reloj marcaba medio día.
Ayer te amaneció de tarde sin más cielo que tu techo y sin más atmósfera que la de tus pensamientos condensados. Te ocurrió algo extraño, sentiste que habías recordado un sueño. De repente llegó a ti una idea que tiene un origen curioso, que puedes proponerte averiguar de algún modo, si esa fuera tu decisión; pero no te lo recomiendo, me parece más entretenido dejarlo así, mas debo aceptarlo: eres libre. Decide ahora que lo eres, para mi desgracia…
¿En qué especie de dilema nos he enredado? Tú, lleno de aturdimiento; yo, no sabiendo si reír o sentirme culpable al ver tu actitud y mirada trémula por no decidirte a actuar. Entonces se te plantearon dos opciones. Podías convencerte, o al menos tratar de hacerlo, de que había sido producto de una sinapsis accidental o culpa del aire viciado que te envolvía desde hace dos días, y con eso conformarte, despejar tu mente, para luego confortarte, seguir ocupando el lado derecho de tu cama, susurrándoles a las plumas de tu almohada, sujetándote al borde de la suya. Así podrías seguir haciéndote el desentendido, frente al pensamiento que ahora radica en tus adentros, cuando él te haga verlo incinerar de una vida los instantes y las décadas, aniquilando las quimeras de un ser mortal; y cada vez que te incite a visualizar de un cuerpo un último respirar, el tuyo o el de alguien más. Y pretenderías que en ti nada ocurre, y probarías alejarme, como si fuera tan sencillo. O tenías la posibilidad de por fin levantarte después de horas y horas de estar en lo que parecía una adhesión a tu colchón, y comenzar con un desesperante e inútil interrogatorio al aire. Sin embargo, a mi opinión, que puedes apreciar como tuya en este nuestro caso, no te iban a funcionar los qué, los cómo, los por qué, ni acostarte en la alfombra simulando encontrarte en el diván de Freud, ni las esporádicas circunferencias que describirías y pronto adoptarías de trayectoria dentro de tu habitación, sintiéndote en un consultorio, cuestionando, dando respuestas erradas; y mucho menos esa tu confusión que a veces exagera las cosas; nada de eso te haría ver más claro lo tuyo conmigo y lo mío contigo.
Dos opciones. Tenía la completa convicción de que terminarías inclinándote por alguna de ellas, era obvio. Ambas encajaban con la persona que, aún capaz de decidir, se encadena usando como eslabones sus propios temores. Buscarías escapar de lo que considerabas ajeno a ti, no así de tus miedos que creía te superaban. Me evitarías o fingirías haber encontrado los motivos de aquello que transita la vía de tu pensar y trata de entrar en tu sentir. Ya te conocía, para hacerlo sólo me bastaron unas horas, mismas en las que continuabas durmiendo, tu respiración relajada, una túnica noctámbula caía sobre ti y adoptaba tu forma; tus párpados temblando, tal vez porque una lámpara había permanecido encendida sobre tu cómoda o porque los invadía un presentimiento y se sentían más seguros estando unidos, inferior con superior, lo que también causó que me privaran de ver lo que descubrí después y que admiré desde aquí dentro cada vez que te observaste en el espejo; tus labios, cerrando tu boca; la ventana junto a tu cabecera, abierta; fuera, nada de sobresalto; era demasiada tranquilidad para mi gusto, me fastidiaba la lentitud de tu pulso, tuve que intervenir, ya lo anhelaba. Luego, la transición entre el antier y el ayer; más tarde, mi irrupción, mis motivos. Hubo de tu ritmo cardiaco un aumento de frecuencia aparentemente de la nada, consideré esa señal mi bienvenida junto con el pánico que en ti se comenzaba a hacer evidente seguido de un escalofrío, respiración pesada, conmoción, una imagen, un grito ahogado, una puerta cerrándose tras de mí, un despertar.
La hora de tu veredicto llegó tiempo después y se alargó hasta que volvió a oscurecer. Anoche la pasaste en vela, lucías confuso aún, veías con detenimiento la nada, y en ese momento quien tuvo una idea fui yo. Me fijé en tu ventana y pensé en el uso oportuno que podrías darle, sólo era cuestión de que te inclinaras un poco a través de su marco y dejaras a la gravedad hacer lo que sabe mientras pasaras por los pisos inferiores hasta llegar a ver el resultado, en el que la acera tendría el gusto de saborear tu hemorragia y yo lo que ésta conllevaría, y donde tú serías mi creación como ahora yo, de ti, destino. Me ignoraste. Súbitamente te incorporaste, pero al ver un rayo del naciente sol chocar contra el vidrio de un portarretratos te quedaste helado. El astro continuaba su ascenso y ahora fue a tu cara a la que llegó un haz de su luz desbloqueándote. Caminaste hacia la fotografía, rompiste el cristal que la mantenía aprisionada, la sacaste, y no resististe pasar levemente un par de dedos sobre la superficie del papel por donde se dibujaba una cabellera que pensaste era como una nebulosa que rodea el núcleo de un divino cometa, su rostro. A la persona del retrato jamás la había visto y me tenía sin cuidado. Al parecer a ti no. Aún con su foto en tus manos, diste una mirada rápida al guardarropa semivacío al costado del tuyo, y a ambas almohadas sobre la cama, la de un lado estaba arrugada, la del otro, intacta. Otro no sé qué te invadió, acaso imitándome, y te hizo pronunciar una frase ilógica dirigida hacia ella y que a la vez me hizo sentir repugnancia: “Te necesito”. Fue cuando tomaste tu decisión. Te pusiste un abrigo, cogiste una mochila cualquiera, mandaste al infierno todo, incluyendo tus antiguas opciones, y saliste, me llevaste contigo sólo porque era inevitable, provocaste en mí, por primera vez, miedo. De tu mente temía desvanecerme.
Me sorprendiste pero me sorprendí aún más yo al mostrar inquietud frente a la probabilidad de que me relegaras, no tenía por qué y sin embargo lo hacía. Tú eras el que tenía que concentrarse en mí, no sería al revés.
Caminaste un par de calles al sur para llegar a la estación del subterráneo. Llevaste a cabo el protocolo correspondiente y entraste a la fosa común. Ahí ocupaste lugar en la fila del purgatorio, de modo furtivo, y aguardaste a que arribara el próximo ataúd, en el que te introdujiste y tomaste asiento. De tu mochila sacaste libreta y pluma fuente. Entonces comenzaste a escribir con aquella inspiración páginas translúcidas que, cuando creíste haber terminado, metiste en un sobre en el cual trazaste el destinatario. No vi escrito mi nombre por ningún lado y todavía sigo dudando si lo que sentí fue algún tipo de cólera en contra de ti y de ella, o si fue consternación. Nuestra distracción se perdió al sonar de nuevo el aviso de haber llegado a una estación diferente, justo era la que esperabas, y te pusiste en pie para aterrizar en cuanto se abriera el féretro. Ya afuera de éste, corriste en dirección a las escaleras que te llevaron nuevamente a la superficie. Me di cuenta que para ti haber salido significaba más que eso. Mientras la avenida era una completa confusión, te abriste paso, esperanzado, entre coches y peatones hasta la entrada de una casa. No esperabas encontrarla acordonada por la policía, sin embargo así se hallaba. Entre murmullos y rumores, esclareciste el escenario, intentaste comprender, y recreaste la toma en la que ella participó unas horas antes quedando como evidencia. Tu ilusión se hizo pedazos y la carta murió en tu mano. Recargando tu espalda contra la pared, te deslizaste hasta chocar con el suelo y trataste de disminuir la aflicción envolviéndote en tus brazos. Regresemos; sé que en donde vives conservas un revólver cargado, puedes usarlo. Me ignoraste de nuevo. En un arrebato, de nuevo aturdido, te dispusiste a cruzar la calle sólo para alejarte, pero no te fue posible seguir huyendo. No pudiste volver a ignorarme como antes. Un par de faros, en medio del anochecer, te acercaron más a mí y te hicieron sentir en tu rostro el pavimento.
Permanecí contigo. Ahora mi yo te susurra al oído, mientras vive acurrucado en la frialdad de tu cuerpo, y sigue esperando que de tus labios, cubiertos del vino de tus venas, surja, para él, un “te necesito”. |