La noche es ciega, los otros apuestan
La muerte de Julio Cruz alborotó a todo el pueblo. Él y Silvio Suárez nunca faltaban a una riña de gallos, y tenían, los dos, las mejores bestias de toda la historia; sus gallos nunca se habían enfrentado, por lo menos hasta la noche en que Julio Cruz se reventó el pecho de un escopetazo.
Vivían los dos en barrios de la periferia, uno sobre el lado este y el otro más al sur, cerca del río. Julio Cruz entrenaba a su gallo en un corral en el fondo de su casa. Le arrojaba pollos para que el gallo los descuartice, mientras él bebía. Tomaba caña, ron, gin, y hasta a veces alcohol puro que cortaba con un poco de agua. Silvio Suárez, entrenaba su animal cerca del río, lo hacía pelear con otros gallos; y le había enseñado a arrojarlos más allá del barranco, para que se ahoguen en la correntada.
Sobre la mesa, bajo la luz de una lámpara llena de bichos, Julio Cruz limpiaba su escopeta, a veces iba de caza, pero todos los días limpiaba la escopeta, un hábito, una costumbre con algo de cariño. Silvio Suárez caminaba hacia la casa que tenía la ventana iluminada, era una sombra sobre la panza de la calle. Caminaba despacio, con las manos en los bolsillos, la cabeza caída. Golpeó la puerta. Quién es. Soy yo, Silvio Suárez.
Hubo un saludo seco, unas palabras parcas como las de un trámite; pactaron un desafío para el fin de semana siguiente.
Julio Cruz no parecía entusiasmado, o exaltado por la pelea, más bien conservaba la misma expresión aletargada que era cotidiana en su cara, un poco de tristeza, otro poco debido al alcohol. Era un hombre solitario, alguna vez había tenido una mujer, alguna vez había sido tesorero en el club Defensores. Había conocido la orgullosa alegría de tener poder; pero no ahora; ahora vivía solo, apenas si trabajaba y se sentía olvidado.
La apuesta fue por cien mil pesos; cien mil pesos era lo que costaban cincuenta vacas, cien corderos; ninguno de los dos tenía vacas, ni corderos; pero los dos hubieran pagado con semanas de sus vidas por ver a su gallo ganador; aunque esta vez el hambre de Silvio no era hambre de orgullo, eran ansias por el dinero.
Cuando Silvio se fue de la casa, mientras volvía sobre sus propias huellas, sobre el polvo de la calle de tierra, y las palabras del pacto aún murmuraban bajo la lámpara, Julio puso la escopeta de nuevo bajo la cama y encendió la radio. Del placard saco una botella de ron y se sirvió un vaso lleno, no tenía hielo, pero estaba acostumbrado a la bebida caliente. Salió al patio del fondo, en el corral su gallo dormía, se escuchaba la respiración arenosa del animal y él lo miraba; con amor miraba al gallo. Pensaba en ganar, como ganaba siempre, pensaba en lo que haría con el dinero. Si no lo tiene le pego un tiro, dijo su voz en la cabeza. Se acercó al alambrado, mirando al gallo, se acercó al gallo, tenemos que ganar, tenemos que ganar, el gallo pegó un salto, movió la cabeza, las piernas, como si tragara algo, después se acurrucó en un rincón del corral. Había una brisa que arrastraba el calor y entonces era una noche agradable, calma. Siguió bebiendo ron y mirando al gallo y dormitando en un asiento, casi hasta el amanecer.
Silvio Suárez llegó a su casa y caminó hacia el descampado cerca del río, donde tenía el gallinero, donde vivía su animal. Su hijo dormía, estaba envuelto en una fiebre que no se apaciguaba, dormía en su habitación. El miércoles de la semana anterior el niño había amanecido ahorcándose en un dolor de estómago. Respiraba con un sonido estertóreo, parecía una cama arrastrada sobre tablas de madera. Silvio Suárez caminó hacia su cuarto y lo encontró con la cabeza colgando desde la cama y casi apoyada en una mancha de vómito negro. Un parásito, le había dicho el médico; no puedo hacer nada, también le había dicho; la medicina sale cara, muy cara. La única solución que le había encontrado al meollo era que al final el gallo y sus riñas sean algo más que un vicio. Parado sobre la barranca del río veía pasar el agua azul, veía pasar el agua oscura, y los camalotes; pensaba en el animal de Julio Cruz, en que nunca habían peleado, en el orgullo del hombre, en que no se negaría al desafío.
Debe de tener plata todavía, pensó. Silvio se acordaba de los tiempos en que Julio era tesorero, habían pasado unos años; pero Silvio estaba seguro de que algo de plata debía, Julio Cruz, de tener escondida en algún rincón.
La riña fue frenética, cuando liberaron a los gallos, cuando las manos que los retenían se soltaron, los animales se abalanzaron uno sobre el otro como dos leones hambrientos. La riña fue breve. El gallo de Silvio Suárez, enfermo de un salvajismo propio de una fiera, atacó al otro animal de manera exasperante. Picotazos, uno tras otro, con el cuerpo se arrojaba sobre la otra bestia, la aplastaba, la picoteaba, hasta parecía morderlo. El gallo de Julio Cruz no tardó demasiado en morir, con el vientre abierto, desangrado.
Silvio se arrojó entre la gente, y entre la misma gente, agitada, levantaba su gallo y gritaba, eufórico, y lo abrazaban, lo arrastraban, se movían en un mar de cuerpos sudados.
Quedó el gallo de Julio Cruz destrozado sobre el margen del círculo de polvo y viruta. Había olor a sangre, había carne mezclada con plumas y un hombre se acercó, agachado, y con delicadeza corrió el animal más allá de la gente. La gente miraba con sus bocas abiertas el animal hecho trizas; pero pronto volvió a incorporarse, a volcar su atención en torno a las próximas peleas. Dos gallos salieron al círculo de tierra y la gente empezó con los rumores, los gritos, las apuestas. Cuando empezó la próxima pelea Julio Cruz casi había llegado a su casa. Llevaba en la mano una caja de vino.
La luna clavada en el ombligo de la noche era redonda, y era plateada. Lo encontró a Silvio llegando a la casa del médico. Qué es ese alboroto, preguntó el médico, le he ganado el dinero para la medicina a Julio, en una riña, mañana lo tendré. El médico hizo una sonrisa grande, de satisfacción.
La luna redonda, plateada en la cintura de la noche, lo encontró a Julio abatido. Tirado en un rincón de su pieza, bebiendo de una botella de ron, sin dinero, sin gallo, lastimado en su orgullo. Desde ese rincón podía verse el mango de la escopeta bajo la cama. Julio bebió un sorbo largo, le ardió toda la garganta, el pecho, se acercó gateando hacia la cama.
El sonido seco, fuerte, de la explosión del cartucho fue una cachetada sobre el murmullo de la noche. El impacto no se escuchó en el lugar de las riñas. Fue un joven, el que vio al muerto desde la ventana, fue él quién corrió hacia el círculo de polvo, fue él quién avisó que Julio Cruz estaba muerto.
La gente, en una manada, caminó hacia el barrio este. La noticia de que Julio Cruz, quien alguna vez había estado casado, quien alguna vez había sido tesorero del club Defensores, estaba muerto pasmó a todo el pueblo. Ahora todos caminaban hacia su casa, los murmullos de la gente intentaban encontrarle una razón a la muerte, y caminaban, con los pasos cortos, mezclados, y el rumor se parecía al sonido de un manojo de moscas. Silvio Suárez volvía desde la casa del médico. Por la calle de la esquina vio pasar a la gente, en una larga procesión, venía contento, satisfecho con la vida, con el destino. Caminaba con el aire fresco de la salvación. La gente pasaba por la esquina una tras otra, encimados, mezclados, no entendía a donde iba la gente, de dónde venía. Cuando llegó a la esquina, la procesión ya había pasado, solo había algunos rezagados. Venía uno con una camisa negra y un pantalón blanco, traía un gallo bajo el brazo; Silvio Suárez, se acercó, desde atrás le tocó el hombro con la mano, después le preguntó por qué caminaban, que era lo que había pasado.
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