Fue en mitad de aquella tarde de otoño, una de esas tardes que resultaba imposible definir si consistía en un temprano aviso del acuciante invierno o por el contrario se trataba del último retazo de un agonizante estío. El sol rayaba en todo lo alto envolviendo la escena con una luz más pareja al foco de un interrogatorio que al de una iluminación divina. Aquella luz sin duda hacía daño a los ojos primerizos que, una vez superada la penumbra de la casa, observaron estos acontecimientos. Si uno desea poder situarse cual narrador omnisciente en la escena no puede pasar por alto el impactante hecho que originó mi atención desmedida. Se trataba de algo tan obvio como el sonido de la escena, una cualidad de cualquier ambiente que rara vez es tomada en cuenta por quien lo describe. En aquel inicio de aquella tarde esta condición era remarcable por una razón harto extraña, la absoluta ausencia de cualquier tono, nota, vibración, sonido o susurro. Resulta admirable y preocupante que la ausencia de una de las características básicas de algo haga que lo que quiera que sea ese algo se convierta en objeto de nuestra atención.

Cuando mis oídos estaban a punto de taponarse sincronizados con mi cabeza, dispuesta a estallar debido a lo incomprensible e inabarcable de la situación, tuvo lugar el acontecimiento que describo. Un sonido, apenas perceptible para quien no estuviese prácticamente rozando su piel con el foco de origen, pero con la suficiente osadía como para hacer saltar en pedazos el apabullante silencio, marcó el inicio de una danza. Una coreografía cuyo principal soporte era una corriente de aire que no sería capaz de levantar un grano de arena, de mover un pelo sin agotarse. Los ondulantes movimientos parecían acompasarse con cada partícula de aire, llegando incluso a simular que su pretensión era la de exhibirse más allá de su mera utilidad o función. Diríase que aquella danza parecía ensayada en tal número de ocasiones que tornaba su aspecto complejo en natural. Los giros y piruetas que parecían crear remolinos en mis pupilas se intercalaban con trepidantes caídas libres, con avances y retrocesos más propios de flechas entrecruzándose, formando un enjambre de líneas rectas cuyo propósito bien pudiera ser el de dar orden, concierto y estructura a la momentáneamente interrumpida danza. Sin embargo, aquellos paréntesis de vigorosidad y firmeza eran dulcemente aplacados y sosegados por la sinuosidad embelesadora del espectáculo original.
Paulatinamente la brisa acariciaba su contorno, como si buscase ser partícipe, aunque ocupando una situación respetuosa, ya que lo hacía con tal sutileza que ni siquiera parecía modular o modificar la danza.

El final no fue apoteósico, maravilloso, grandioso o espectacular, de hecho ni siquiera puede considerarse un final en el sentido clásico del término. Más bien fue del carácter que toma la última brizna de nieve en una nevada, la última onda de una marea en un estanque o la muerte del último rescoldo en las brasas de un fuego. Aquel ser se unió al resto de sus congéneres con la misma naturalidad y sencillez que anteriormente todos ellos habían mostrado. Siendo una partícula más de aquel manto acolchado cuyo único color estaba compuesto de infinitos matices, distintos y sutiles. Después de haber ejecutado los más bellos movimientos permaneció inerte, tímida, sin esbozar movimiento alguno, siendo la última pieza de un atemporal puzzle, sin ser consciente de haber sido la última hoja en morir de aquel otoño.