"Éso era todo", me digo cerrando la novela con una palmada en el lomo, como asegurando que está cerrada. Pero, ¿lo está?...
Digo, hace dos años creí que mi matrimonio estaba cerrado por completo, acabado, por decirlo de otro modo, con la firma del divorcio. Un mes y medio después me despierto una mañana al lado de una mujer que parece ser mi ex, y claro, lo es, o al menos se le parece tanto que no puedo notar la diferencia, salvo que no parece preocupada por la tuición de Valentina o por la pensión de alimentos por la que hace tres meses estuvo a punto de demandarme. Uno nunca sabe cuando la realidad nos juega un mal rato, contraponiéndose a esa otra realidad que nos fraguábamos como continuación de la que dejábamos atrás hace un segundo y cuarto.
Claro, a quién le importa, dirá cualquiera. Es absurdo sentarse con la palma apoyada en el lomo del libro, como cerciorándose de que permanece cerrado y terminado, masturbando el cerebro con cuestiones ficticias. Pero es que desde que leí un artículo sobre el síndrome de Antón, usted no sabe cómo mis preguntas se han transformado en un miedo terrible que me obliga a quedarme con la mano puesta sobre los objetos largo rato corroborando su existencia. Según la revista, la enfermedad consistía en una especie de ceguera acompañada por una conexión entre otras áreas visuales con la primera de manera de que usted no se de cuenta de que no ve. Terrible. O sea que la realidad que usted está viendo puede no corresponder exactamente a lo que sucede afuera y puede que su cerebro esté completando lo faltante con interesantes fantasías. Miro mi mano y la presiono contra el libro. Todo bien por ahora. Me asomo al dormitorio, no hay rastros de exesposas (qué alivio) ni Valentinas, miro desde allí el libro, la ventana abierta, la calle vacía.
"Qué estupidez", pienso. Barajo varias opciones, que corresponden a la realidad de los divorciados, y después de descartar la masturbación, la limpieza de la cocina y el fútbol italiano, me echo escaleras abajo hasta alcanzar la calle para mirar el mundo mientras puedo hacerlo. Qué gusto la calle así de vacía, sin transeúntes. Estiro mis brazos, como para sacar la pereza antes de echar a andar...
- "¡¡Diablos!!" -dice una adolorida quinceañera demasiado baja para ser alcanzada por mi brazo y que sin embargo recibió un golpe en pleno rostro.
Le pido las disculpas del caso y escucho su risa tras mis pasos.
Me detengo en seco y abro los ojos con mucha atención. En efecto, no hay ningún poste del alumbrado público frente a mí. Y entonces, ¿qué es este enorme trozo de cemento erigido en mis narices que toco y no veo, y con el que no puedo entender que estoy chocando?
"Hay algún oftalmólogo presente", grito entonces, y por supuesto no hay. Cómo salgo de aquí ahora. Me aferro al poste y echo a llorar. Debí haberme masturbado.
Éso era todo.
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