Me angustia sentir la insistente campanilla de los teléfonos ajenos. Presiento premuras, desgracias, algo fatal detrás de ese sonido reiterado. Me pone nervioso no ver a alguien apresurarse a atender esa llamada, me molesta la desidia, a menudo trato de contestar, de levantar el auricular y aliviar mi conciencia zaherida por tan acuciantes circunstancias.

En estos momentos, el teléfono de la vecina repica estridente y pese a que la siento caminar, hablar y reír, el aparato sigue sonando cada vez más fuerte, como si el que estuviese al otro lado de la línea transmitiese todo su furor y su voz se colara a través de las agobiantes vibraciones, como si el mismo tratara de filtrarse a través de esas ondas para aparecer de cuerpo entero en esa casa en que se le niega la atención.

La campanilla del teléfono resuena y sus notas monocordes se estrellan sobre esos muros indolentes. La vecina continúa indiferente ante tal llamado y parlotea con alguien. Estoy al borde de la histeria.

Dos largas horas transcurren antes que el repiqueteo cese y se escuche la voz meliflua de mi vecina que exclama: -¿Alo?

Me dispongo a develar el secreto, a entender los motivos de todo, a comprender las razones irrazonables de mi vecina. Escucho una vez más su voz delgaducha que repite: -¿Alo?

En ese momento, suena mi teléfono. Me paralogizo, siento que esto no lo voy a soportar. El teléfono resuena y me comienzo a enfurecer. Al tercer campanilleo, me abalanzo sobre el aparato, levanto el auricular y mascullo: -¡Número equivocado!

Y apego mi oído al muro para escuchar esa conversación que por fin me lo aclarará todo…