La conocida historia del boticario Don Luis Moya
(Versión prosa)


Cuentan los abuelos, que en la Antigua España supo morar en un pueblo – cuyo nombre fue perdido en su viaje a través de las ibéricas generaciones – un respetable boticario que compartía sus días con su amada esposa. Haciendo uso de los beneficios que le otorgaba su condición social, andaba en amores forzados con una moza hija de un paje que vivía a un costado de la Senda Real, no muy lejos del pueblo.

En la casa de tal paje había un gran abrevadero en el que solían detenerse los mercaderes para calmar la sed de sus haciendas, no sin antes de marcharse dejarle algún obsequio -en muestras de agradecimiento- y aprovechar para conversar con la moza cuya fama había trascendido las distancias de la Senda Real y se hablaba de ella hasta en las mismas Galicias, y no precisamente de su castidad.

Se supo que lo inevitable ocurrió, la moza pescó el peor de los males de amores, aquél que pone morada la piel y húmedas las prendas.

El boticario Don Luis Moya no tardó en compartir los sufrimientos de la moza y, ante tan molesto inconveniente, todas las mañanas enjuagaba su pecado en una olla mientras su esposa atendía el negocio.

Uno de aquellos días, su esposa compró legumbres y carne de cerdo en el mercado y se dispuso a preparar un sabroso puchero que era una de sus inconfesables artes cuando encontró, para su satisfacción, la olla llena de agua tibia en la medida justa para la preparación del manjar. Y, por supuesto, agasajó a su esposo con tal agradable almuerzo.



Moraleja:

“Nunca digas de este agua no he de beber “