01 de octubre. Domingo. Bodas de oro de abuelos paternos. Dos y media de la mañana.
No es tan tarde pero pareciera que hubiesen pasado años. Es un cansancio de cuerpo.
Los niños corretean, aprovechan para jugar, para corretear por ahí o por allá. Mi sensación de que hay alguien mirándome a través del hombro no cesa. Por supuesto que tomé de más. Pero ya se me pasó. Hubo un momento en que perdí la noción de mis extremidades. Luego comenzó el dolor de cabeza y dejé de lado los pisco sour que me robaba de los camareros en contextos y lugares disitintos para que no pusieran objeciones o rostros.
Estoy tan cansado. Se me cansa la frente, como el cerebro. No sé si me duele por el alcohol o por el sueño. No sé si es que soy yo u otro; siento que escribo y es demasiado intrascendente lo que me sucede, lo que escribo.
¿Cómo será ser viejo y escuchar a los niños gritar? ¿Cómo será ser viejo y vivir en una mecedora mientras las risas suceden ajenas y con una extraña lógica, ajena lógica? ¿Cómo será saber que tu vida ya fue y ahora son sólo sombras de un pasado nebuloso, denso para ti, riquísimo en memoria, en identidad, en secretos? Esas cosas pienso cuando voy al Vicente de Paul. Cuando miro a las ancianas y veo un destello en los ojos que siempre perturba: parece que intenta comunicarse contigo, contarte a ti sus cripticismos. A veces pienso que en los devanos irracionales hay un interés genuino de comunicar, de involucrar otra vida en la suya.
Ayer o antes de ayer fui al Vicente de Paul. Los funcionarios preparaban un bingo o algo así para el próximo día. “Mal día vinieron, hoy todos estamos ocupados” nos dice Pilar, la encargada. “Todos, menos las viejitas, claro”, corrige, mirándonos.
(En este punto ya entendiste que lo que quiero lograr, es decir que yo me siento igual a las ancianas; que a propósito; hoy murió una y tres el mes pasado; porque como dijo Hemingway, lo único que nos separa de la muerte, es el puto tiempo) |