Yo no sé, todos decían que Manolo Larco era un pedante. Y bueno, algo de razón tendrían si lo repetían todo el tiempo. Estaba harto de eso: Maña Torres decía que Manolo hablaba a través de Stevenson, que cuando conversaba con quien sea citaba una frase de Stevenson en medio de cualquier cosa. Y así todo el mundo, dale que dale, con que Manolo era muy creído y que no lo quería nadie. Pero conmigo fue encantador, hasta bondadoso. Los últimos meses vivimos juntos en un departamentito que daba al mercado de San José. De día veíamos a los vendedores de aceitunas, que llegaban arrastrando carritos de madera con grandes botijas. Estos carritos tenían unas rueditas de hierro que metían un ruido espantoso y desgarraban el asfalto de la avenida. A nadie le importaba, la gente compraba barato y se iba a su casa, o a comer pollo después de las películas. La misa no les interesaba; a nosotros menos. Manolo era un loro, pedante y loro, pero bueno. Es cierto, hablaba de Stevenson todo el tiempo, pero también de otras cosas muy bellas, de Sígurd, de Federico Barbaroja y de una banda de músicos letones con la que había recorrido Paraguay y el norte de Argentina el año cincuenta y cinco. La actualidad le importaba un pito; a mí dejó de interesarme también. Abajo pasaban las familias con unos cucuruchos de papel que se pegaban de tanta miel que llevaban dentro. Se veían groseros, decía él.
Una mañana Manolo se levantó y empezó a prepararse una ensalada. Jamás lo había hecho. Juro que no. No le gustaban. Hasta tuvo que bajar al mercado para comprar una cebolla blanca y pepinillos; esas cosas no las comíamos nunca. Yo lo miraba de reojo pero no le prestaba mucha atención, estaba escribiendo. Le habrá dado por volver a irse de viaje, pensé. Empezó a hablar de un postre, de hacer frejol colado; yo levanté la vista para escucharlo mejor. Entonces se quedó callado, dijo algo así como “es el brazo” y soltó el cuchillo, se llevó las manos al cuello y se desplomó sobre la mesa, sostenido por sus brazos, como aferrándose, en medio de las cebollas y las anchoas, él que nunca comía ensalada. Supe que estaba muerto, como siempre supe que moriría haciendo algo raro (¡pero ensalada!). Más aun, por primera vez supe que esa muerte me causaría dolor; pena. Lo supe. Yo había visto muerto a mi tío Humberto en la calle, de dos tiros, y no sufrí tanto porque él era policía, y bueno, y en cualquier momento se lo cargaban. Pero Manolo murió rompiendo la rutina. No era ningún pedante.
Me paré y caminé hacia el cuerpo; estaba tan tranquilo. Fue entonces cuando vi, contra una esquina de la cocina, un pájaro, era muy chuiquito y apretaba su cuerpecito contra la pared. Se había metido por el respiradero y no encontraba forma de salir. El ruido del cuerpo al caer sobre la mesa lo había terminado de asustar. Recuerdo que en ese momento supe exactamente qué hacer: oscurecí la habitación, cerré las cortinas y dejé sólo una abierta, la que daba a la puerta del mercado. Fui al rincón y le dije suavemente “shuu, shuu” al pajarito, que salió de allí y encontró con facilidad la luz de la ventana, por donde voló. Cuando lo perdí de vista me senté en el suelo, en esa habitación donde ahora estaba solo, y empecé a llorar inconteniblemente, enfrente del cuerpo de Manolo. Lloraba dando voces como nunca lo había hecho, mientras podía escuchar por esa ventana abierta a los vendedores de aceitunas que invitaban a la gente a probar, sin compromiso, su mercadería.
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