El vigía que, fusil en mano, cumplía la guardia junto a la banda de estribor, pasó en pocos segundos de la sorpresa al estupor y del estupor a la agonía. Nada pudo hacer cuando el atlético pelirrojo, revólver en mano y puñal entre los dientes, trepó de un salto a la cubierta del barco, se abalanzó sobre él y lo mató antes de que pudiera defenderse y dar la voz de alerta. En cambio, el grumete que cubría el flanco de babor, luego de observar atónito la escena, tuvo tiempo de apuntar con el arma y disparar, hiriendo al atacante en una pierna, para caer a continuación muerto de un tiro certero a cargo de uno de los que ya habían transpuesto la baranda. Fue el momento en que el Lord, a la vez que contenía con su pañuelo la hemorragia que brotaba del muslo, se asomó al costado de la fragata y arengó a sus camaradas, para apurar la trepada final de quienes aún permanecían en los botes, alentándolos a que con cuerdas, escalerillas y garfios, completaran el abordaje.
Mientras tanto, oficiales, infantes y marineros de la nave invadida, la mayoría a medio vestir y aturdidos por la batahola, trataban de presentar pelea a la sorpresiva embestida, algunos reagrupándose en el alcázar y otros en el castillo de popa. Sin embargo, el intento sería inútil. Estaban rodeados por todos los costados y, tras escasos minutos de combate cuerpo a cuerpo, fueron reducidos.
La oscuridad que reinaba aquella cálida noche de primavera sobre el estuario peruano y la pericia del almirante a cargo de la operación confluyeron para asegurar el éxito. En los minutos previos al asalto, había sido impecable el desplazamiento furtivo de los catorce botes con 240 marineros a bordo, navegando sigilosamente entremedio de la escuadra enemiga, esquivando la maraña de cables, de lanchas cañoneras y de barcazas, que firmemente encadenadas entre sí, servían de parapeto flotante hasta entonces inexpugnable.
Existieron, además, otros factores decisivos que ayudaron a lograr el resultado buscado. En primer lugar, durante la mañana de ese día memorable, la flota patriota efectuó una maniobra que desconcertó al adversario que la vigilaba atentamente. En efecto, salvo la fragata O´Higgins, que reunió a los hombres y los botes que concretarían el ataque nocturno, los demás barcos de guerra hicieron las señales de rigor, levaron anclas y singlaron a barlovento alejándose de la costa con rumbo desconocido. La artimaña surtió efecto ya que los realistas creyeron que sus oponentes habían desistido de presentarles batalla. En segundo lugar, la misión emprendida parecía tan descabellada que era inimaginable que a alguien -que no fuera un loco de atar- se le ocurriera ejecutarla, dada la precisión y la fenomenal dosis de audacia que ésta requería. Por eso, los españoles, confiados en su superioridad numérica y en la apabullante capacidad ofensiva que proporcionaban las fortificaciones aledañas, “bajaron la guardia”; fueron sorprendidos mientras descansaban y cuando atinaron a reaccionar ya era demasiado tarde.
Los insurgentes americanos, ni bien la tripulación de la fragata fue dominada, en un nuevo alarde de eficacia marinera, movieron la enorme embarcación de su fondeadero y, superando el cerco formado por las cañoneras acoderadas al efecto, la remolcaron con los esquifes de abordaje rumbo al mar abierto. Cuando desplegaron el imponente velamen que colgaba de los tres palos, la nave ya se encontraba fuera del alcance de las temibles bocas de fuego del castillo y de los torreones ubicados en tierra firme y, también, a prudente distancia de la artillería de los demás barcos realistas surtos en el puerto.
Así fue como la fragata de guerra “Esmeralda”, con 44 cañones en línea y una dotación de 330 marineros, buque insignia de la escuadra española con destino en el Océano Pacífico y orgullo de la Armada Real, fue capturada la noche del 5 de noviembre de 1820. El operativo fue protagonizado por un aguerrido contingente de voluntarios argentinos y chilenos conducidos por un puñado de “lobos de mar” de nacionalidad británica. Fue planificado y coordinado por su valeroso comandante y se desarrolló ante las mismísimas narices de la flota realista, de los centinelas que cubrían las defensas artilladas de El Callao y de los habitantes de la vecina ciudad de Lima, capital del último virreinato existente en Sudamérica.
La espectacular hazaña produjo en el bando patriota once muertos y treinta y un heridos (incluido el almirante), mientras que el enemigo sufrió cerca de doscientas bajas incluidos los heridos, los desaparecidos (que se arrojaron al mar y se ahogaron) y los que murieron en la fulminante acción. A las víctimas directas del combate deben sumarse varios marineros, integrantes de la dotación del barco Macedonia de bandera estadounidense, que fueron asesinados por la guardia costera al día siguiente de la captura de su nave capitana. La alevosa represión contra dicha tripulación civil no beligerante se desató, en parte, en venganza por la bochornosa usurpación que acababan de sufrir y, en parte, por la sospecha –por cierto que fundada- de que los norteamericanos habían colaborado facilitando el abordaje.
Cochrane, no obstante la iniciativa e impronta personal puesta en la ejecución de la proeza, se negó a bautizar con su nombre la nave apresada como se lo sugirió el general San Martín, su superior jerárquico. Prefirió, en cambio, redenominar "Valdivia" a la fragata "Esmeralda", en homenaje a la ciudad chilena austral que fuera escenario de otra de sus epopeyas marítimas, que -como se verá en el acápite subsiguiente- en materia de bizarría no le fue a la saga de la que protagonizó en el estuario limeño.
· Un personaje increíble
Thomas Alexander Cochrane nació el 14 de diciembre de 1775 en el castillo feudal que su padre, noveno conde de Dundonald, poseía al pie del Monte Merrick en Escocia. Siendo aún adolescente, Thomas se incorporó a la Armada, en la cual tuvo oportunidad de protagonizar diversas hazañas navales que le dieron gran prestigio y le permitieron obtener condecoraciones diversas, entre ellas, la de Caballero de la “Orden del Baño”, la más alta distinción a la que puede aspirar un súbdito británico. De su progenitor, Lord Archibald Cochrane, aprendió a incursionar en la experimentación con fórmulas químicas, conocimiento teórico y destreza técnica que aplicó en misiones militares, tanto en Europa como en América. No obstante formar parte de la nobleza y, por ello, poder aspirar a un escaño en la Cámara de los Lores, cuando ganó popularidad gracias a su brillante carrera militar, fue elegido diputado de los Comunes en representación del partido liberal. Allí cuestionó, en diversas oportunidades, al gobierno conservador, actitud que le valió ganarse muchos enemigos poderosos.
En 1809 el Almirantazgo le encomendó al capitán de fragata Cochrane, con el evidente propósito de quitárselo de encima, realizar una misión peligrosísima en Europa continental, a la sazón bajo el yugo de los ejércitos napoleónicos: destruir la escuadra francesa acantonada en la bahía de Aix Road (La Rochelle) sobre el Océano Atlántico. El Lord no se amilanó ante semejante orden y partió rumbo al objetivo indicado. Aprovechando los cascos de viejas embarcaciones, armó tres brulotes cargados con 500 barriles de pólvora, brea, estopa y ácidos inflamables. Ayudado por una espesa niebla nocturna, Cochrane condujo una chalupa con la que remolcó el convoy mortal hasta el centro de la flota enemiga. Él mismo fue quien encendió las teas para inflamar los polvorines flotantes que desataron un pandemonio de explosiones que acabó en pocos segundos con la orgullosa escuadra gala. Así fue como el poderío marítimo de Francia resultó vulnerado y Napoleón, consternado, por primera vez enfrentaba una derrota en su propio territorio. El recibimiento que brindó el pueblo británico al héroe nacional fue apoteósico, mientras que las autoridades inglesas, que hubieran preferido contar con un prócer muerto, no salían de su asombro.
Alejado momentáneamente de los avatares de la vida guerrera, Cochrane se obsesionó con aplicar a la navegación militar la máquina de vapor inventada por Fulton. Para concretar la idea formó una sociedad comercial, la cual al poco tiempo quebró de modo escandaloso; su titular fue procesado judicialmente y acusado de realizar maniobras especulativas para estafar a los accionistas. Por ello, si bien heredó la fortuna terrateniente paterna que incluía el vastísimo condado escocés y el respectivo título nobiliario, a causa de su “delirante” proyecto industrial y del fastuoso tren de vida que gustaba llevar, a lo que luego se agregó la condena penal a un año de cárcel, cayó en bancarrota y, a renglón seguido, se convirtió en un ser indigno para la pacata sociedad británica de entonces. El Lord se encontraba en esta grave situación financiera y personal cuando tomó contacto con José Antonio Álvarez Condarco, corresponsal en Londres del gobierno de Chile.
· Andanzas del aventurero romántico en Chile y Perú (1818-1821).
Contratado por el presidente chileno Bernardo O´Higgins, una vez arribado a suelo sudamericano en compañía de un selecto núcleo de oficiales navales de su confianza, Thomas Cochrane se hizo cargo de organizar la flota naval que habría de escoltar al ejército sanmartiniano al Perú, destino final de la campaña libertadora. Mientras el general San Martín y su Estado Mayor ultimaban en Santiago y Valparaíso los detalles de la expedición, el marino escocés, incapaz de mantenerse inactivo mucho tiempo y ansioso por poner a prueba la dotación reclutada recientemente, decidió salir en crucero para inspeccionar y hostigar las zonas de Sudamérica occidental que se mantenían bajo control español.
Primero, el contingente de barcos de guerra incursionó por diversos pueblos costeros peruanos y ecuatorianos inquietando a las autoridades coloniales, sembrando el terror entre sus habitantes, y, también, cometiendo diversos actos vandálicos contra personas y haciendas. Después, recibió instrucciones oficiales de iniciar el bloqueo de El Callao y, de ser posible, de destruir la escuadra estacionada en el puerto. Con dicho fin, Cochrane, aplicando sus conocimientos pirotécnicos, había ordenado fabricar en Santiago una batería de cohetes con explosivos para lanzarlos sobre las naves adversarias, tal como lo había efectuado con anterioridad en combates librados en los mares del hemisferio norte con notable éxito.
Sin embargo, en esta ocasión, la operación se malogró de modo rotundo, aunque no fue por culpa del almirante. La causa del fracaso se debió a que, al tratarse de pólvora y de otros materiales peligrosos de manipular, se había encomendado la fabricación de la cohetería mortífera a prisioneros españoles confinados en reclusorios chilenos, quienes habían saboteado la tarea agregando tierra a los compuestos explosivos e inutilizando las mechas y los detonadores. El resultado fue una exhibición de fuegos artificiales de efecto inocuo, luego de la cual la flotilla chilena debió regresar a la base de operaciones sin completar la misión. Aprovechando el traspié, el virrey Pezuela se burló de su contrincante y lo llamó “Almirante fanfarrón”, dado que Lord Cochrane le había anticipado por carta que pensaba incendiar El Callao.
A continuación, cambió de rumbo enfilando las naves insurgentes hacia el Pacífico sur donde España conservaba estratégicos baluartes militares. En efecto, después de los triunfos del Ejército de los Andes en Chacabuco (1817) y Maipú (1818), el poder realista había sucumbido en buena parte del territorio chileno. Sin embargo, Corral, Valdivia y Chiloé a más de 700 kms. de Santiago, seguían constituyendo enclaves importantes donde los españoles mantenían una fuerza considerable bajo el amparo de sólidas fortificaciones que dominaban la ribera fluvial y marítima del sur del país. Cochrane decidió atacar Valdivia sin consultar a las autoridades, actitud que le valió una severa amonestación del ministro de Guerra del gobierno de O´Higgins. A pesar de la manifiesta inferioridad de medios con que había contado para ejecutar dicha empresa militar, apelando a ingeniosas estratagemas que confundieron al adversario y, exhibiendo gran coraje y maestría, el Lord venció al enemigo y se apoderó de esta preciada ciudadela el 4 de febrero de 1820. El pueblo chileno, cuando conoció la noticia de la derrota realista, festejó alborozado, mientras que el gobierno, ante la algarabía popular desatada, optó por morigerar el enojo que le había causado la indisciplina de su subordinado.
· Dos personalidades antitéticas se enfrentan
Debido a las anécdotas que pusieron en evidencia la conducta díscola, impredecible y temeraria del almirante contratado en Inglaterra, el presidente chileno, no obstante la admiración que le profesaba por su habilidad marinera y por su osadía, solía llamarlo en privado "el loco furioso". San Martín, por su parte, le aplicó el ofensivo mote de "Lord filibustero" cuando Cochrane, poco después de que las tropas libertadoras ocuparan la ciudad de Lima, se apoderó de los tesoros en oro y plata depositados en la vecina localidad de Ancón, aduciendo que no se le habían abonado los sueldos a la tripulación bajo su mando.
El Libertador tenía razón al descalificar estos manejos personalistas de Cochrane, impropios de un militar de carrera, pero también es verdad que San Martín, durante su permanencia en el Perú, se había desentendido con frecuencia de sus responsabilidades como comandante supremo, entre otras, la de abonar las remuneraciones pactadas con el personal naval cuando éste se enganchó. Ensoberbecido con el título de “Protector del Perú” que le había conferido el patriciado local, halagado por los múltiples homenajes y obsequios que le hacían a diario, el general, una vez alejado el peligro enemigo de la ciudad capital, dedicó más tiempo a frecuentar la aristocracia limeña y a disfrutar de su refinada y variada agenda social (incluido un apasionado romance con la bella Rosa Campusano) que a completar la campaña expedicionaria que le fuera encomendada por el Estado argentino, primero y por el de Chile, después.
Es indudable que Cochrane hubiera deseado ser el jefe de la Expedición y, por eso, envidiaba a San Martín a quien tildaba –injustamente- de timorato. También es cierto que el creador del Regimiento de Granaderos a Caballo desperdició varias oportunidades de acabar de modo definitivo con las huestes realistas y con su inacción permitió que el adversario se reagrupara en la sierra y consolidara posiciones en el Alto Perú. En este punto, el Lord coincidía con la plana mayor del Ejército Libertador, en especial con el mariscal de campo José Antonio Álvarez de Arenales, que le reprochaba a San Martín el haberse estacionado en Lima, y con Gregorio de las Heras y Mariano Necochea, quienes, por recelar de la actitud contemporizadora que San Martín dispensaba a la oficialidad y a los funcionarios enemigos, optaron por renunciar a sus puestos de mando y regresaron a Santiago antes de que finalizara la campaña militar.
Por su parte, al ser desbaratado el peligro realista en el mar por obra del genio escocés, y, además, a raíz de las desavenencias surgidas en la conducción de la guerra, el marino se desvinculó del gobierno chileno, que le agradeció los patrióticos servicios prestados. Luego viajó a Río de Janeiro (1823) para hacerse cargo de la Armada Imperial de Brasil, nación que había proclamado la independencia de Portugal poco tiempo antes. En el escenario bélico del Atlántico sur, la escuadra al mando de Cochrane se convirtió en un severo problema para la flota lusitana, la que fue derrotada luego de cruentas batallas navales. En reconocimiento a su titánica labor, el emperador Pedro I le otorgó el título de Marqués de Maranhao. Una vez concluido el capítulo brasileño, la fantástica carrera pública de este personaje histórico habría de concluir cuatro años después en Grecia, con su participación en la expedición organizada por Lord Byron, destinada a liberar dicha nación mediterránea del dominio otomano.
· ¿Napoleón de América del Sud?
En el Perú, entretanto, a medida que pasaban los meses sin cambios significativos en la relación de fuerzas, se iba evidenciando que el ejército expedicionario argentino-chileno resultaba impotente para terminar la guerra iniciada contra el poder colonial. Una prueba de esta situación era el hecho de que las cuatro provincias “argentinas” (Tarija, Cochabamba, Oruro y La Paz), cuya liberación justificó la presencia de San Martín y de sus tropas en la región, aún permanecían en manos españolas. Fue Antonio José de Sucre, al mando del ejército libertador colombiano-venezolano, quien completó en la batalla de Ayacucho (1824) la labor que había dejado inconclusa el “Napoleón de América del Sud”, como en forma socarrona bautizó Cochrane al general José de San Martín cuando lo conoció.
No obstante tratarse de un apelativo insolente, de los que acostumbraban a endilgarse mutuamente en aquellos tiempos conflictivos, tan errado no estaba el intrépido navegante británico. Efectivamente, San Martín, siendo “Protector del Perú”, había soñado con instaurar una monarquía como sistema de gobierno en Hispanoamérica, régimen autocrático que habría de sustentarse en una nueva nobleza criolla que sería reclutada entre los oficiales superiores de las fuerzas armadas victoriosas (por eso creó la “Orden del Sol”), propuesta similar a la que Napoleón Bonaparte quiso imponer en Europa. Terminada la gesta emancipadora americana, si bien en lo formal se impuso el modelo republicano propugnado por Simón Bolívar, mantuvo vigencia la idea pergeñada por San Martín y por otros prominentes uniformados de convertir a los militares en una casta privilegiada destinada a ejercer el poder. América Latina, en los dos últimos siglos, ofrece numerosos testimonios de la aplicación práctica de esta discutible tesitura.
Finalmente, cabe agregar que, en la vecina República de Chile, Thomas Alexander Cochrane es considerado el fundador de la Armada y uno de los artífices principales de la independencia nacional; por ello, se le rinde homenaje público como prócer relevante. En la Argentina, por el contrario, la mayoría de los historiadores, tanto ortodoxos como revisionistas, coinciden en describirlo como un aventurero inescrupuloso. Es probable que la causa de semejante divergencia resida en la imagen que, de este lado de la Cordillera, se construyó a partir de la trayectoria del “Padre de la Patria”; exégesis desmesurada que no deja espacio para que sea apreciado el aporte realizado por otros protagonistas genuinos de nuestra historia.
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GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS
Hechos Extravagantes y Falacias de la Historia
Año IV – N° 37
Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la tarea de investigación fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía:
· Alberdi, Juan B.: “Grandes y pequeños hombres del Plata”; Plus Ultra, Bs.As., 1991.
· Armada de la República de Chile: “Thomas Alexander Cochrane”; www.armada.cl.
· Bunster, Enrique: “Lord Cochrane”; Sudamericana, Bs.As., 2001.
· Busaniche, José Luis: “San Martín vivo”; Nuevo siglo, Bs.As., 1995.
· De Marco, Miguel Ángel: “Corsarios argentinos”; Planeta, Bs.As., 2002.
· Floria, Carlos, García Belsunce, César: “Historia de los argentinos”; Larousse, 1992.
· García Hamilton, José I.: “Don José. La vida de San Martín”; Sudamericana, Bs.As., 2000.
· Jordán Astaburuaga, G.: “El primer almirante de la Armada de Chile”; www.revistamarina.cl
· López Urrutia, Carlos: “Cochrane: Más allá de la audacia”; Andrés Bello, Santiago, 2001.
· O´Donnell, Pacho y otros: “Historia confidencial”; Planeta, Bs.As., 2003.
· Siri, Eros Nicola: “Cochrane, el Lord aventurero”; Distar, Bs.As., 1979.
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