La Pancha Almendra se enamoró de mí y de cuarenta tipos más. Ella era así: voluble, prisionera de sus caprichos y sobre todo, muy veleidosa. Tenía un talento enorme para hacerle sentir a uno que era su único hombre, que toda su pasión desbordante tenía un sólo depositario y utilizando todo ese caudal de encanto, tan característico de ella, lo electrizaba a uno y uno se creía el rey de la Creación y se dejaba seducir por sus labios tan perfectos y tan rojos como el velo que nublaba nuestro entendimiento cuando su cuerpo quedaba a nuestra merced o cuando nosotros quedábamos a merced de su magnético embrujo.
-¿Quién es su rey?
-Usted pues ¿Quién otro?
-Mentirosa, me han contado que la han visto con otro.
-¿Quién le contó esa barbaridad?
-El otro.
La risa nerviosa de ella se confundía con la destemplada mía. Nadie me había dicho nada, pero lo intuía por las señales inequívocas que ella misma no era capaz de esconder.
Y uno le perdonaba todo, porque, mal que mal, ella era encantadora y las veces que estaba con uno, se consagraba en cuerpo y alma, de una forma casi religiosa y uno quedaba a merced de sus caprichos y se olvidaba de todo y vivía intensamente ese momento, esa parcela de delicioso amor y engullía las hostias pecaminosas de sus pechos enardecidos, de sus besos incendiarios y del sacrosanto ritual de sus manos impuestas en la carne débil que apenas nos soportaba.
La Pancha Almendra. De todos y de nadie. No hubo hombre que no haya tenido algo que ver con ella en la comarca estrecha en que nos tocó vivir. Pero todos y cada uno, nos guardábamos muy dentro aquello que había rozado deliciosamente nuestra existencia. A menudo nos topábamos en el bar, los mismos que habíamos estado con la Pancha y salían a relucir las conquistas, los atraques y las aventuras más sórdidas con cuanta chica se nos había colocado por delante. Pero la Pancha no se mencionaba, eso era cosa sagrada, el secreto a voces mejor guardado. Y ahora pienso que a cada uno, ella le legaba lo mejor de sí, tanto así que todos nos sentíamos un poco dueños de ella. En la repartija, cada cual suponía haber tocado la mejor porción y eso se atesoraba y se guardaba con celo, pudor y consecuencia.
Pero un mal día, la Pancha se me acercó cariacontecida y me dijo que se iba a casar. Entonces yo le hice una tremenda escena, como si no tuviese claro que la muchacha era tan libre como una cabra de monte. Y ella, pudorosa, hasta sus lagrimones echó y sin dejar de acariciarme con sus manos suaves para aplacar mi desatinada ira, me dijo que se había enamorado de un tipo que le recordaba a su padre, no por lo viejo, sino porque la trataba con una dulzura que no había sentido en ninguno de nosotros. Y el ejército que éramos todos los que supimos de sus caricias, cada uno a su manera, le había demostrado cariño y hasta le había jurado amor, pero eso otro era nuevo y a ella le había seducido, caramba.
Está demás decir que cada uno de nosotros le fue brindando la despedida que la Pancha se merecía, cada uno a su manera y cada cual reprochándole por tan flagrante infidelidad. Y la Pancha, de seguro, agachaba la cabeza y se deshacía en torpes explicaciones. No creo que alguno se haya enojado de verdad con la chica, si todos sabíamos que esto iba a ocurrir en cualquier momento.
Y cuando la Pancha se embarcó en el microbús que la llevaría a miles de kilómetros de distancia de nuestros deseos, cada uno enarboló un pañuelo humedecido, ninguno lloró, porque los hombres no lloramos, sino que nos desangramos por dentro.
Y cada uno de nosotros fue tratando de buscar en cualquier labor y en cualquier asunto, algo que nos distrajera y borroneara de paso la imagen inolvidable de la Pancha. Y fuimos un regimiento de viudos inconsolables que durante mucho tiempo nos engañamos unos a otros, intentando aparentar que éramos muy felices…
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