Como todo en las putas y meseras, el nombre es lo que menos importaba; hace un mes respondía a “Alejandra” pero él día de hoy despierta en ella “Galilea”, mote que anoche uno de los borrachos habituales le regala creyendo tal vez que ella lo necesitaría para más tarde.
Galilea sonríe al verme con una expresión exagerada, como quien ve a un pez gordo que llegará a darle una propina suficiente para drogas, leche, comida y media renta. Es mi segunda vez en esa cantina y nunca he pagado, así que mi dinero ni mi atuendo son motivos de su alegría fingida.
Va por cervezas para todos los que hemos llegado y se sienta junto al Chino –señor que es tan mestizo igual todos los presentes, pero que lleva los ojos más rasgados y eso lo sentencia-. Para la segunda tanda de alcoholes los de la mesa pretenden que me la cargue a un hotel, atrás de la cantina o al auto, depende de donde yo quiera coger, así que como en un juego de niños ocupan su silla y dejan una vacía a mi lado.
Galilea se sienta y sonríe, las arrugas que hay en sus párpados de ojos chicos crecen semejando grietas por la tierra arada, siento en la cara su aliento extraño.
Dice que se acordó de mí y que le alegra mi regreso. Sus palabras parecen emanadas de un argumento que se compra en las sex-shops con el titulo: “Textos para engatusar pendejos”, sin embargo le digo entre risas que no precisa terminar la copla, no proyecto acostarme con ella ni llevo suficiente dinero encima como para sacarla de pobre. Finge enojo, me suelta la rodilla y susurra que olvide todo, parece una niña que en una caja de cartón inmensa, juega a ser la puta que atiende a los compañeritos de su escuela.
El Chino le exige platos de camarones con sal, Galilea se levanta y regresa con más cervezas, dos platos de camarones y la sonrisa que extravió hace un rato. Parece feliz, como si acabaran de pedirle matrimonio; se coloca cerca mío y aprieta mi mano.
Me cuenta que a pesar de haberme visto apenas dos veces puede llamarme su mejor amigo –solo ella sabe lo desesperada que está para decirle esto a un patán como yo-, no obstante la dejo continuar porque detrás de su voz distingo la velocidad de una luna creciente que hace florecer sus lágrimas. Habla de sus hijos y del amor que cultivan, de su pareja que la golpea, de los imbéciles que todos los días llegan a la cantina y le tocan las tetas o le alzan la falda, de que quiere tomarse una cerveza conmigo y de que le gusta bailar. Bailamos con la gracia de un elefante en un jardín de bonsáis, no frena en su reír y lagrimar. Desconozco si ríe llorando o llora riendo pero ahora descubro que en la playa de sus lágrimas está ella sentada, contemplando el paso lento del astro que en ella prospera.
Me recuerda a mi hermana. Resulta obvio especular que esa misma luna aparece en sus confusiones, desbordando el pueblo vacío que desde la niñez le habita.
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