La casa de la familia Gutiérrez Correa era definitivamente otra. Doña Berta se había equivocado en un pequeño detalle, ya que la fiesta de quince no era necesaria. Catalina estuvo curada desde el mismo momento en que su papá dijo “fiesta de quinces”.
Las hormonas de la jovencita dirigían ahora el curso de todo lo que se hacía en la casa, y sin saberlo, destinaban el presupuesto más grande en la historia de los gastos de la familia.
Rosalbita estaba encantada al ver a la niña Catica gritando pegada al teléfono y haciendo ademanes histéricos, además le había aprendido a llevar la cuenta regresiva de los días faltantes para el gran evento, la misma que en alaridos se escuchaba todos los días en el vecindario.
Don Emiro, se había convertido en uno de esos médicos irritantes por su amabilidad extrema, y cuando llegaba a su casa hablaba de su genialidad hasta que se dormía, ya que gracias a su decisión, decía él, su hija estaba viva de nuevo, y él mismo se hacía llamar el “papá maravilla”.
Doña Hilda Correa, la mamá, salía a esconderse cuando algún empleado de oficios varios aparecía en la puerta de la casa para encargar la leche. La causa de la pena era que don Emiro corría a atenderlo y aprovechaba para divulgar su nueva identidad de súper héroe. Pero ella también había tomado cartas en el asunto de los quince. Un día le dijo muy seriamente a Catalina: Gorda, la fiesta también trae responsabilidades, y una de ellas, es que el amiguito que vaya a ser tu parejo esa noche, nos lo tienes que presentar por lo menos una semana antes.
Catalina no era exactamente la chica popular, pero se acercaba mucho a eso. Su amiga, era reconocida como la amiga fea, precisamente para distinguirlas, y aunque la niña Gutiérrez no fuera la futura modelo de los rasgos angelicales, las obras de sus estrógenos eran conocidas y comentadas hasta por las mamás asustadas y envidiosas, en las reuniones de padres de familia. Esta mocosa tiene más que yo!, solían decir.
Como podrán ver, Catalina no estaba en problemas por lo del parejo. Lo que sí era significativamente incómodo, era tener que presentarlo en la casa. Aunque Catalina no sabía lo que le esperaba. Un día cometió el error de responder cuándo lo llevaría para presentarlo, porque la fiesta estaba cerca y su mamá la acosaba constantemente. Le dijo entre pucheros: esta bien, yo lo traigo el viernes un ratico si me dejan ir a la miniteca de Naty Lalinde. La temporada escolar ya había empezado y con ella la de minitecas también, y además Catalina ya tenía listo su parejo; lo cierto es que la palabra “ratico” era bastante ambigua para determinar el tiempo que iba a estar el muchacho en casa de Catalina ese viernes.
Esa noche, Catalina estaba absorta en su recientemente adquirido papel de mujer. Su baño que era bastante estrecho, se veía casi inexpugnable por la cantidad de cosméticos y embelecos que Catalina coleccionaba en procura de ponerle colores a su cara y formas a su pelo para verse mayor. Al sonar el citófono por primera vez, otro chillido de mayor potencia rompió entre las paredes inmediatamente. Era la voz de Catalina, ¾ digan que ya voy! ¾. Sin soltar el encrespador de pestañas, volvió a gritar al no escuchar una respuesta; a lo que doña Hilda contestó. ¾No, no era tu compañerito, era la tía Olga. ¾Por lo que desde el baño salió otro alarido de terror. Lo cierto era que nadie más que sus padres tenían que estar esa noche en su casa, pero doña Hilda, siempre tan amable, había invitado ambas familias a un pequeño agasajo, cuyo show central era el “compañerito” de la futura quinceañera.
En pocos minutos la diminuta sala estaba colmada por una multitud de familiares. La mayoría de ellos, los hermanos de doña Hilda, eran 3 hombres mayores y seis mujeres menores. Los tres hermanos de don Emiro, con su estilo algo parco, pasaban inadvertidos ante la algarabía de la familia Correa, que nuevamente era provocada por el mismo motivo de siempre; la calva de don Emiro. El “doctorcito” Gutiérrez era para sus cuñados mayores el mejor ejemplo de un filipichín, y esta vez sus burlas tenían una atenuante fenomenal, ya que don Emiro no soportó las ganas de contarles lo del papá maravilla.
Cuando Catalina bajó a la sala, no logró ver a Juan Camilo esperándola muy acicalado recostado en el marco de la puerta. Todo lo que vio fue un cardume de niños saltarines, sus primos, y al fondo sus tíos y tías apeñuscados conversando animosamente.
¾ ¿Gordita, no vas saludar? ¾. Catalina, bastante aturdida, alcanzó a escuchar a su mamá. Al voltear la cara hacia la puerta, su ceño se dilató, sus mandíbulas se soltaron hasta tal punto que sus labios dejaron ver sus dientes y luego exhibieron una inocente sonrisa acompañada con las cejas que intentaban caérsele de la frente hacia los pómulos. Parecía el comienzo de un encuentro conmovedor, pero Catalina, muy atenta a no demostrar nada, apenas le dijo hola, y procedió a presentárselo a su mamá. El muchacho, muy nervioso, correspondió a extender la mano con una sonrisa incipiente, tratando de no parecer grosero. Asustado, agarró a Catalina del brazo y le reprochó al oído. ¾ ¿Quién es toda esta gente? ¾ Allí cometió Juanca su primer error de la noche, pues no se dio cuenta que detrás de él estaba doña Alba Correa, quien, haciendo uso de una confianza increíble con el recién llegado, anunció a los asistentes lo que había escuchado. ¾ ¿“como estás de linda”?, ututui!, ni siquiera un tío suyo le había dicho eso! ¾.
Ese fue el descanso de don Emiro; a partir de ese momento su calva dejó de ser el centro de la noche. Su lugar había sido ocupado por el supuesto piropo secreto de Juan Camilo. Pero no todo se iba a quedar ahí. Más tarde la emprendieron con la gomina que en grandes cantidades, sostenía el pelo del “sardino” apuntando hacia el cielo. Después a las tres más jóvenes de las Correa, las solteras, les pareció todo un bombón el pobre “barbilampiño”, y empezaron a preguntar por sus hermanos mayores, y a decirle a Catalina que debía buscar otro parejo, pues ese ya no estaba disponible esa velada. Y así, pasaron casi media noche hablando de la ropa, del colegio, de la familia de Juanca y cuando mucho llevaban insistiendo para que les contara dónde, cuándo y cómo había sido el primer beso ¾no... somos amigos, todavía no ¾ decía él, doña Hilda advirtió que Catalina no estaba.
La encontró llorando en la cocina con Rosalba. ¾ La niña Catica dice que no van a poder ir a la fiesta de la amiguita ¾. Doña Hilda muy comprensiva, se apresuró a decirle a Juan Camilo, ante la rechifla de los presentes, que debían irse. Juanca, con el ego en las nubes y ya mucha confianza con las tías de su pretendida, comenzó a dar la ronda de picos a todas las asistentes, con tan mala suerte que cuando se disponía a dar su quinto pico de forma mecánica; mientras su cara se dirigía hacia la mejilla siguiente, sus ojos parpadeaban mirando a Inesita Correa que le decía ¾ chao mi bombón, mi corazón! ¾; sintió el roce de una superficie áspera en su cara, y una gota de sudor frío bajó por su costado. Era la barba huraña de don Álvaro Correa, quien hablaba distraídamente con don Emiro.
El momento fue una catástrofe.
Aunque el beso nunca se consumó por la rápida reacción esquiva de ambos, su cara se tornó rojo carmín inmediatamente, y las burlas y carcajadas saltaron en una explosión unánime que tardó casi siete minutos en amainar. Catalina no podía de la vergüenza, y no sabía si reírse o volver a llorar. Hasta Rosalba salió de la cocina asustada; motitas, el perro del vecino entró hasta la sala como pedro por su casa ladrando efusivamente, y mientras todo pasaba, Juan Camilo no salía de su trance, entre su risa nerviosa y su cara rojiza.
La pobre pareja, salió esa noche rumbo a la miniteca casi huyendo de “Sauces de la alameda”. Lo que debió haber sido terreno ganado para la fiesta de los quince, resultó ser todo lo contrario. Cuando cruzaron la portería, don Álvaro todavía gritaba "Chao mi amor!", y las hermanas se reían de sus falsas tristezas comentando: ¾ que pesar que fuera marica! ¾.
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