SEGUNDO PISO, SEGUNDA PUERTA
Corriendo, corriendo, corriendo todo el día. Verse bien, ser flaca, ser la mejor. ¿Para qué? Para que nadie te mire, para que los hombres huyan apenas entras en escena. ¡Basta! No puedo más. No quiero más.
Anoche fue el acabose. Salí de casa como todos los viernes a las diez. Llamé a mi amiga Ángela para decirle las mismas tonteras de siempre y conduje por la Avenida España sin preocupaciones a conquistar la noche porteña. Me sentí regia, no comí en todo el día y me teñí el pelo de color cereza. Al llegar a Errázuriz el cuidador de autos de siempre me alumbró la maniobra con su linternita. El hombre era joven y por primera vez vi sus labios carnosos. Pensé que el tipo no estaba mal, pero que mi desesperación no llegaba a tanto para salir con un tipo como ese. Salté de mi auto con aires de vampiresa y realicé una panorámica de la oferta masculina de la noche. Cuatro hombres solos en un mar de gente bella. Que lata.
Busqué a mis amigas de siempre y por supuesto no las encontré. Saqué un cigarrillo para tener algo que hacer mientras mi ojo de lince espiaba una posible víctima. No llevaba cartera ni tarjetas de crédito. Los hombres pasan y te miran. También estudian, evalúan y eligen a sus presas. Sólo quieren satisfacción y placer. Mis ojos vuelven a encontrarse con los labios carnosos del cuidador de autos. Sacudo la cabeza y no permito que mi poto enrede imágenes en mi cabeza.
Por fin, Ángela y Pamela llegan aparentando una altura de clase que no tienen. Les sonrío y les indico el pub de la noche. Entramos. El lugar apenas se está calentando. Es temprano. Nos cuesta elegir mesa, pero no tragos. La lengua se suelta y empezamos a chacharear las mismas estupideces de siempre. Es el rito de romper el hielo. Ja, ja, te acuerdas del colegio. Hace trece años ya. No, hace veintitrés.. Ja, ja. Mis labios se mueven automáticamente, pero mis otros sentidos están en la puerta y en las figuras varoniles que deambulan por el lugar.
Otra vez labios carnosos viene a mi mente. Alto, delgado, manos grandes y ojos misteriosos. Pero cuidador de autos. Me arreglo el pelo mientras termino mi trago. Once y media.. La discoteca se abre. Mis amigas vuelan a buscar una mesa cerca de la pista. Mis piernas se hacen las lesas y me quedo sentada jugando a derretir el hielo con la pajilla. Pienso en lo antiguo del lugar e imagino las infinitas historias de pasión que guarda. Puertas secretas, bodegas eternas de especies y licores, abarrotes y telas. Mi sangre hierve y mis ojos miran esos labios carnosos que se acercan. ¿Se acercan? Tonterías, el hombrecito debe estar muerto de frío contando las monedas. Miro la mesa tratando de parecer concentrada en algo. Una mano inmensa y morena toca mi cenicero y deja un papel. Levanto los ojos y los labios carnosos me sonríen, pero no estoy segura si son los mismos del hombrecito. Se aparta y yo miro para todos lados aturdida. Mis ojos vuelven al papelito, medio arrugado, medio amarillo. Apenas resisto la curiosidad, las manos me arden. Lo abro y leo “segundo piso, segunda puerta”.
Mi cara se transforma y siento la rabia en mis manos. ¿Qué se habrá imaginado este rotito? Qué, porque estoy sentada sola ando buscando jarana. Mi cara debe haberse puesto roja. Respiré, pero no me atrevía a levantar el cuello. Estaba paralizada. Mi cabeza comenzó a procesar a mil por hora. La pregunta más reiterativa en esos segundos era ¿y si no es el tipejo de los autos y es otro hombre?. Que dilema. Y si tiene sida, si es un degenerado, un pervertido. ¡Dios me libre!
Calma, calma. Me repito. Las pulsaciones vuelven a su ritmo normal y levanto la cabeza buscando esos labios malditos. No están. Se fueron. Deben estar en el segundo piso, en la segunda puerta.
La voz de una de mis amigas me devuelve el alma al cuerpo.
- ¿Vienes?
- Sí.
Bajo al subterráneo con la cabeza dando vueltas, mirando, buscando. El papelito me quema las manos y lo arrugo en un trance de desesperación. Las luces de colores cambian las caras, los labios y los deseos. Me siento y pido un trago igual al primero. Mis amigas me preguntan dónde estaba y les dije que tenía que hablar por teléfono por eso la demora.
-Te ves pálida linda
-Debo retocarme. Voy al baño.
Camino moviendo mis pequeñas caderas sensuales y me detengo frente a la puerta del baño. Miro hacia las mesas y mis amigas conversan cada una ofreciéndose con sus mejores armas. Miro las escaleras. Miro la puerta del baño de damas. La indecisión, la autocensura. Si. No. Subo las escaleras. Avanzo por el salón, ahora lleno de gente y me pongo a mirar la decoración del lugar. Fiel reflejo del Valparaíso de siempre. La mesa que dejé estaba ocupada con jóvenes intelectuales discutiendo payasadas filosóficas.
Se cae un vaso y busco el sonido, me encuentro con los labios carnosos, con los ojos misteriosos y con las manos grandes que sostienen un cigarrillo. No aparto la mirada. No esta vez. Me obligo a mirar y veo. Veo un hombre alto, delgado con jeans y camisa amarilla. Bien peinado y limpio. Me gusta. El no me mira, conversa con otro hombre gordo y vestido de negro. Me decepciono. Aún tengo el bendito papel en mi mano y lo aprieto. Las escalas están a dos pasos y subo. Llego a una puerta de vidrio y entro. Más mesas, más gente y música caribeña. Recorro las paredes buscando puertas. Encuentro la primera disimulada entre dos mesas. Parece cerrada. Oscura. No se ve movimiento. Me invade el pánico y me acerco lento. Piensa niña, piensa rápido. Pregunto a una pareja si esa es la puerta del baño y me dicen que no.
-Los baños están abajo.
-Gracias.
No se escucha nada detrás de la primera puerta. Me retiro con aire de decepción y fingida urgencia y vuelvo a mi lugar de observación, el rinconcito de la entrada al segundo piso. Afino mi vista y busco la famosa segunda puerta. Examino barriendo cada centímetro de las paredes. Segundo piso. Segunda puerta. Parece una sentencia de muerte. Nada que indique una entrada a algo. Mi entrada al paraíso. Me siento una colegiala y mis labios detienen la sonrisa en mi cara. Otra vez me siento ridícula. Busca -me digo- busca.
Las paredes pintadas en tonalidades oscuras se distorsionan con la luz mortecina de las lamparitas. Sólo cuadros. Viejas fotografías. Se desocupa una mesa y corro atropellando a una pareja que también esperaba. Me siento y llamo al mozo. Pido un daiquiri frutilla y saco un cigarrillo. Miro a mi alrededor y soy la única solitaria. Busca... Uno de los músicos, el más gordo y asqueroso de todos, me manda un mensaje con el mozo. Me paga el trago y me pregunta si puede sentarse.
Empecé a confundirme. Le contesté que esperaba a alguien y casi al instante me arrepentí, pero algo dentro de mí no dejaba que abandonara la búsqueda. Volví a la vigilancia y observé cada rincón. El salón era grande y oscuro. El humo de los cigarrillos hacía más denso el ambiente y ocultaba las cosas que debían ocultarse. Una mano sobre un pecho, una cara de furia, en fin. Miré cada detalle de la mampostería del lugar.
¡La segunda puerta! ¿Dónde demonios está?
Las paredes están cubiertas de fotografías antiguas. Hay actrices famosas, bellas y con miradas devoradoras. Hay viejos cantantes de jazz con sus saxos y caras inspiradoras. Y hay fotografías de lugares. Lejanos algunos, otros conocidos. Hay varias fotografías de Valparaíso. Justo a mi lado hay una grande que muestra a dos hombres en actitud de conquista. Están en un segundo piso, justo frente a la segunda puerta del pasillo. Son dos hombres guapos que muestran sus músculos a dos mujeres que caminan por la calle. Dos mujeres algo mayores para mi gusto. Un poco mayores que yo. Que frescas- pienso- .
Sigo mirando a mi alrededor y de pronto vuelvo a la foto. Dos hombres. ¡Segundo piso! ¡Segunda puerta! Vuelvo al papel y leo “Segunda puerta, segundo piso” Miro el cuadro y busco esos labios carnosos por todo el salón. No están. Me levanto furiosa y dejo el papelito en la mesa. Acaso era una broma. Los colores se suben a mi cara. Bajo las escaleras con la mayor elegancia que mi ánimo lo permite y descubro en la barra al tipo del papel. Se ríe y me mira esperanzado. Camino lentamente hacia él. Mis ojos fijos en esos labios, empuño mi mano y le doy una gran cachetada con todas mis fuerzas de mujer ofendida. Doy media vuelta, subo las escaleras hacia el segundo piso del local. Llamo al mozo y le pido que le diga al músico obeso que acepto su trago y cualquier otra invitación más. El mozo vuelve con un papelito. Otro papelito – pienso- No quiero abrirlo. Miro al músico y él se ríe codiciosamente. Abro el papelito y leo “Segundo piso, segunda puerta” Le sonrío al tipo y salgo corriendo al lado de mis amigas.
Me tiro en la silla junto a ellas. Pido un ron y empiezo a mirar a las miles de mujeres que se ven realmente excitantes caminando bajo las luces de colores.
patra |